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Rostro de intolerancia

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La decisión de que las casas geriátricas sean controladas por el Ministerio de Desarrollo Social y no por el de Salud Pública mereció la crítica de la Sociedad Uruguaya de Gerontología y Geriatría.

La decisión de que las casas geriátricas sean controladas por el Ministerio de Desarrollo Social y no por el de Salud Pública mereció la crítica de la Sociedad Uruguaya de Gerontología y Geriatría.

El MIDES aduce que las casas de salud cumplen una función social. Pero los médicos geriatras sustentan que, en la vejez, las garantías para la salud deben ser prioritarias e imponen que las indicadas casas queden en la órbita del MSP. El tema plantea delicadas cuestiones de Derecho Administrativo, pero además toca una llaga penosa de nuestro Uruguay. Todos sabemos que hay casas con trato digno, que sostiene y estimula los resortes de la persona. Pero todos hemos conocido morideros lúgubres y sórdidos. Puesto que allí la vejentud deja de ser el divino tesoro que preconizó el inolvidable Tálice, y se convierte en un calvario cuyo infierno —igual que el del Dante— consiste en haber dejado fuera toda esperanza, ¿cómo no va a ser trascendental que se perfeccione la gestión del Estado a su respecto, en interés concreto del mejor servicio a la personalidad humana —art. 72 de la Constitución— y no con referencia a esquemas ideológicos abstractos? ¿O acaso no hemos conocido ancianos lúcidos que fueron ingresados a las casas de salud mediante engaños —es decir, sin su voluntad— y después son inducidos a resignarse por debilitamiento?

Para enfrentar esas realidades, el Estado debe empezar por la salud y la higiene, pasando luego a la defensa de la mayor autonomía sustentable en cada etapa, sin transar con la epidemia de desamor que por abandono hoy arrumba —y derrumba— a tantos viejos. Combatir en esa línea —en Salud Pública, en los Juzgados de Familia y en todos los frentes— antes que asumir una “función social” es obedecer un mandamiento humano, como casi siempre pasa cuando se le endilga a los “procesos de la sociedad” las cuestiones que son de conciencia.

Pero he aquí que, en vez de argumentar frente a sus críticos, el Ministro de Desarrollo Social, economista Daniel Olesker, espetó: “Quienes defendemos los intereses públicos no polemizamos con quienes defienden intereses mercantiles”. Por cierto, los geriatras agrupados rechazaron la ofensa, pero la respuesta ministerial merece el repudio no sólo de ellos sino de los que sentimos a la República y el Derecho por encima de clases y clasificaciones.

La malhadada frase resucita el argumento “ad hominem”, que busca desacreditar al interlocutor en vez de refutar sus razones. Esa actitud, condenada hace cuatro siglos por Locke y hace veintiuno por Cicerón, es llevada en este caso al extremo de excluir a los oponentes en nombre del interés público que cree encarnar el poseído que la pronuncia.
El asunto tiene que ver con la salud, sí, pero no ya de los ancianos sino de la libertad. El art. 1º de la Constitución establece que la República Oriental del Uruguay es la asociación política de todos los habitantes de su territorio. Sin exclusiones.

En un sistema de libertad, aun quienes tengan intereses profesionales, mercantiles, gremiales o personales, afirman sus verdades por derecho propio. Por tanto, el hombre público sólo tiene dos caminos: demostrar que son falsedades o aceptarlas. Sólo así se construye el bien común. Otra vez: sin exclusiones. Atribuirle al adversario intereses diabolizados y borrarlo del diálogo es convertir al Estado en corporación medieval de intolerantes.

No nos criamos para semejante afrenta.

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Leonardo Guzmán

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