Publicidad

El Rey y la persona

Compartir esta noticia
SEGUIR
LEONARDO GUZMÁN
Introduzca el texto aquí

Para decirlo con ternura, Juan Carlos I se fue de España a hurtadillas, furtivamente.

Eso sí: la delicadeza con que resumimos su precipitada salida a Portugal -sin que nadie la notase y sin destino final conocido- no disimula cuánto viene al caso la raíz de los vocablos españolísimos que empleamos: hurto y su forma antigua: furto.

No es la primera vez que se fuga un Borbón. El 20 de junio de 1791 Luis XVI y María Antonieta, acorralados por la Revolución, se fugaron del Palacio de las Tullerías. Disfrazados, intentaron llegar a Montmédy, cerca de la frontera con Alemania, con la esperanza de armar un ejército leal. Pero a los dos días los capturaron en Varennes y tuvieron que regresar con una escolta que los hizo “prisioneros del pueblo”. Un año y medio después morían decapitados. Luis XVI dejó pruebas de que tuvo intenciones elevadas, pero no supo cómo manejarse. La historia hoy sigue hablando de sus limitaciones, su indecisión y sus perplejidades, pero a ese Borbón nadie le imputó negocios turbios.

El final del escondite de Juan Carlos I no va a ser así de sangriento pero tampoco va a ser así de honroso. Este Rey que se retiró como Emérito fue símbolo de la unidad en paz de la España posfranquista. Fue ariete para la libertad de nuestros pueblos. En el Uruguay no podremos olvidar su presencia en el endiablado parto de nuestra transición a la democracia.

Todo ese capital de hombre de Estado quebró y cayó, no tanto por los elefantes de Botswana como por haberse enlodado en cohechos indignos, finalmente revelados por una aventurera con plata y apellidos germanos, cuyos dichos grabó un policía hoy encarcelado. Todo lo cual estuvo en cartelera durante meses, hasta que don Juan Carlos resolvió exiliarse cuando las Justicias de España y Suiza están por indagarle las coimas. Al cabo de opacas negociaciones de palacio, por amplia tolerancia del gobierno pudo irse rumbo a Oporto, donde se le perdió la pista -algo así como haber cruzado la calle en el Chuy y seguir de Santa Vitoria al norte sin decir a dónde. Para la dignidad real que proclamó hace cinco siglos Juan de Mariana, impresentable.

Pero no miremos este cuadro como una singularidad ajena. La tentación es humana y universal. Para cometer dislates, no hace falta el estatuto de impunidad de un rey. Basta creerse inalcanzable, es suficiente un extravío, para salpicar con negociados la más trasparente de las repúblicas. Lo sabemos.

Cualquiera sea el destino de España bajo Felipe VI Rey -ojalá el mejor-, los hechos de su predecesor constituyen un repertorio de argumentos contra la monarquía. A contraluz, debemos reforzar nuestra convicción republicana, volviendo a apasionarnos por la igualdad ante la ley, la nobleza de la actitud y la distinción solo por talentos y virtudes que muy bien manda nuestra Constitución.

Y puesto que los forcejeos por separar la Casa del Rey de la inconducta de su titular mayor han desembocado en este ridículo mundial, aprendamos la lección: las instituciones se vivifican o se marchitan según el gesto de quien las ocupa. La persona no es suprimible.

Aprendámoslo en este nuevo sufrimiento moral de la Madre Patria. Y apliquemos esa enseñanza a combatir todas las formas de despersonalización que hoy nos agrisan la vida mucho más que todos los virus juntos.

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

premiumLeonardo Guzmán

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad