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¡Resurja el espíritu!

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Leonardo Guzmán
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Al final de una Semana estremecida más por crímenes horrorosos que por su Santidad en el calendario gregoriano o por el Turismo que la singulariza en el almanaque vernáculo, ayer, 31 de marzo, se cumplieron 85 años del golpe de Estado de Gabriel Terra, signado por el suicidio de Baltasar Brum en la puerta de su casa, Río Branco casi Colonia.

El artiguense que había sido joven Presidente de la República entre 1919 y 1923, se inmoló por la Constitución en el primer día de aquella dictadura. No se mató por su Partido sino por la democracia. Su gesto no pertenece al Batllismo sino al compromiso personal con la libertad. Eso sí: el aniversario pasó sin homenaje nacional, sin meditación histórica y sin rescate conceptual. En silencio.

No da para sorprenderse. Es apenas un ejemplo más de una costumbre actualísima: el Uruguay se habituó a transitar sus fechas magnas sin pena ni gloria. Canjeó por un fin de semana largo la deuda histórica con los patriotas que murieron en la Batalla de Las Piedras. Le sacó peso específico a la Declaratoria de la Independencia y la Jura de la Constitución.

Por esa vía, el país estrechó su horizonte. No solo hacia atrás: también para el día a día. En el Uruguay se despide a los servidores públicos, y aun a los afectos más inmediatos, apurando sepelios sin velatorio o con horario exprés, sin apología de las virtudes que encarnó el difunto y hasta sin llanto ni rictus que denoten emoción. Es así hoy en los mundillos oficiales, empresariales y profesionales. Y es así también en la vida familiar, muchas veces enferma de desamor, irrespeto y anorexia valorativa.

En ese cuadro de achique y relativismo, ¿qué tiene de extraño que a los policías y a los guardias privados se los asesine y entierre sin que los acompañe la ciudadanía en masa? ¿Cómo podemos asombrarnos de que cada vez la vida valga menos y que, por tanto, atrocidades como las de hace tres días en Quebracho y Salto nos conmuevan 10 y enseguida nos resbalen, desleídas entre recuerdos yertos? ¿Es de extrañarse que los homicidios se tabulen con el único efecto de atornillar a un Ministro sentado sin responsabilidad política en la Cartera más política de la República?

En vastos sectores, se hizo mueca colectiva esto de abortar los sentimientos antes que maduren como respuesta e impulso. Unos caen en esa inopia por hamacarse en la pereza. Otros, por enzarzarse en explicaciones clasistas: impersonalizan e igualan a las víctimas con los victimarios.

Proclamando dialécticamente normal la confrontación, la siembran por lo que sea: género, orientación sexual, credos, color de piel, edad. Y en eso, se embadurna y se pierde el alma del gran país —¡no el "paisito"!— que supimos ser cuando, cultivando el amor natural y la solidaridad espontánea, iba de suyo que condenábamos la injusticia, la intolerancia, el recelo y el gesto taimado.

Con semejante cuadro, ya no se puede repetir lo mismo y esperar resultados distintos... Es cosa de combatir a los que siguen cavando zanjas y decir, con todas las letras, que lo que nos duele de este Uruguay de ahora no es lo partidario ni lo económico ni lo sectorial sino lo estrictamente humano. Lo mismo en mujeres y hombres, nos duelen los muertos, los heridos, los asaltados, las familias, de todos los credos, orientaciones, color de piel y generaciones. Nos duelen los muros de ignorancia, indiferencia y droga que acentúan el aislamiento y la desigualdad. Nos duele la decadencia.

Ante ella, el resurgimiento nacional exige que todos nos demos cuenta de que, por encima de las diferencias, vivimos una tragedia en común, pues se asesina y roba al rico y al pobre y las víctimas no se distinguen por género ni sexo ni partido político. Es hora de enfrentar la segmentación y el resentimiento, defendiendo unidos los derechos de la persona y los principios de la convivencia, que no son solo temas de la teoría del Derecho. Son luces primarias de la conciencia, cuya voz siempre inspiró a los innumerables que, sin leer códigos, supieron luchar para sí y los suyos, respetando al prójimo.

Saturados de males, debemos recordar que a la vuelta de cada hecatombe, los principios básicos restituyen a los Mandamientos su valor intrínseco de programa de vida.

Las teorías que presentaron a la moral y al Derecho como herramientas de opresión ya nos trajeron lucha armada, derrame de sangre, dictadura y fracturas múltiples. Basta. Es tiempo de rescatar a la legalidad como idea pura y como programa garantista, a la manera que lo ha hecho Ferrajoli releyendo a Kelsen en su admirable libro de 2016, "La Lógica en el Derecho".

Y es tiempo de devolverle el espíritu a unas instituciones nacionales cuya laicidad no debe confundirse con silencio de lo que el alma pronuncia.

Bajado del Cielo o subido de la evolución antrópica, el espíritu es capacidad de reflexión unificante y de entrega incondicional a los ideales éticos, estéticos y de servicio que cada uno elige hasta en la peor circunstancia.

Si el divisionismo sigue olvidándolo, nos reduciremos a un montón de datos cibernéticos y quedaremos regalados para que cualquiera nos mantenga enchalecados en una apatía y una resignación que son incompatibles con la libertad.

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