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Renuncias y porvenir

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LEONARDO GUZMÁN
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El Dr. Julio María Sanguinetti se fue del Senado. No podemos despedirlo, porque va a seguir en la escena pública, donde hace dos tercios de siglo viene diciendo con brillo lo que siente y piensa, lo mismo cuando ha estado en los más altos cargos que en el llano.

Proscripto y perseguido, con valentía ejemplar nos llevaba sus notas a El Día. Invistió el singular honor de encabezar el restablecimiento de la libertad, para salir de la más cruel de las dictaduras que padeció la República.

Fuera del poder, no se aisló del mundanal ruido. Escribió sobre historia, estética, ideas, cultura.

Y cuando su protagonismo otra vez fue necesario, regresó a la política y con caudal menguado construyó para este quinquenio una coalición que se viene mostrando fecunda, como fecundo fue el cambio en paz de 1985.

Ninguna de las discrepancias lejanas o recientes que hemos tenido con Sanguinetti empaña el respeto y la gratitud cívica que merece. Por su liderazgo en circunstancias sin precedentes y por su vida civil de montevideano de cercanía, hasta como modelo de octogenario nos alegra que se retire del Palacio Legislativo con una medalla más y retorne a los empedrados de la vida actual, donde a nadie le espera nada fácil.

En la misma fecha renunció al Senado el también expresidente José Mujica Cordano. La coincidencia es solo de almanaque. Mujica no entró a la vida nacional por sus ideas o su prédica sino por sus robos. Se alzó en armas contra el democrático colegiado que presidía Washington Beltrán.

No sembró nada emparentado con la cultura. Como Presidente y legislador, se le respetó la investidura. Como ser humano, se le respeta por los padecimientos que le infligió la repudiable saña de los años negros. Eso sí: hasta el final, él no aprendió a respetar. Preguntado cómo se lleva con Lacalle Pou, respondió “como el c….”. Habrá dejado las balas, pero se va sin aprender a razonar por encima de la ingle, envuelto en su hábito compulsivo de decir obscenidades -coprolalia: del griego kopros, excremento, y lalia, habla-, que el Uruguay jamás debió haberle tolerado.

Lo que separa a uno y otro no es una “zanja socioeconómica”, como dicen los que remedan el lenguaje porteño. Lo que los separa es el estilo, los valores, los modelos humanos que inspiró su palabra, movió su acción y selló su imagen.

Es que en la República tenemos un drama económico, pero antes y más allá sopor- tamos una tragedia cultural que está devorando nuestro destino.

El Uruguay del siglo XX se construyó sobre un ideal humanista que asomó indeleble en las Instrucciones del Año XIII y que consagró la Constitución de 1918. Tuvimos guerras civiles, polémicas duras, batallas entre laicos y religiosos…

El espíritu crítico y la libertad creadora nos enseñaron a entendernos, escuchando, dialogando y reconociendo el grado de razón de cada uno, sin denuestos. Supimos sintetizar los opuestos.

Ante la salida del Senado del pacificador eminente y el guerrillero deslenguado, cabe desear que retomemos ese espíritu de síntesis, propio de almas liberales.

Para ello, deberemos salir, como cruzados, a rescatar a los muchos -demasiados- que se amurallaron por dentro y perdieron la noble costumbre de sentir y reflexionar por sí mismos.

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