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Radio Clarín en la filosofía

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LEONARDO GUZMÁN
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Estuvo a punto de morir Radio Clarín. Hizo muy bien en impedirlo el Ministro de Educación y Cultura Dr. Pablo Da Silveira.

Automatizada, no es gran fuente de empleos. Modesta, no altera el PBI. Pero su “música típica y folclórica para la Cuenca del Plata” es un reservorio que vale aunque lo accionen las botoneras. Sus poemas, orquestas y cantores no merecen la fosa común del silencio y el olvido. Poseen algo mucho mejor que la moda: la perennidad del arte popular.

Quienes no encerramos a la filosofía en un lenguaje oscuro para uso de especialistas, quienes la invocamos al aire libre -en el ágora- para abrir cabezas y fecundar la vida práctica, sabemos cuánto le deben al tango y al folclore las ideas matrices que hicieron erguirse al Uruguay. Hay que rastrearlas no sólo en textos sesudos y archivos recónditos, sino, sobre todo, en los versos que imprimía “Cancionera” y que felizmente Clarín sigue lanzando casi en solitario. Por cierto no faltan letras machistas y rimas que son ripios, pero el conjunto es una rapsodia mayor que nos identifica y nos alza.

Clarín es como los familiares y los amigos de fondo: aunque no los visites todos los días, uno necesita saber que viven y luchan. Uno sabe que acumulan sabiduría y cuenta con que, en los momentos de meditar o sufrir, ellos están. De eso -de sufrir y meditar- se trata en este Uruguay que, en plena decadencia cultural, está comprimido por una pandemia que nos cierra las fronteras de fuera, nos impone distancia adentro, nos enmascara, nos impersonaliza el diálogo y nos achica la convivencia, que ya traíamos en bajada.

Las generaciones entrantes se topan con un contexto que perdió el eje cuando dejó eclipsarse el ánimo de grandeza que nos hizo construir una República con pensamiento y proyectos propios, cimentada en un fuerte sentimiento de lo recto, lo justo y lo debido que hacía vibrar a la ciudadanía. Hemos dejado crecer la resignación allí donde a gritos hace falta sensibilidad y capacidad de respuesta.

Para reorientar una vida donde menudea el desamor y pulula la violencia doméstica y no doméstica, donde tropezamos con drogadictos zombis y donde demasiados se acostumbraron a obedecer sin chistar ni pensar, resulta imperioso salvar el arte popular sin militancia sectorial, que nos legó principios, sentimientos y sueños.

No basta que los custodie la Biblioteca Nacional, ni que los registren los archivos de Agadu. Hace falta que, en lenguaje simple de trovadores, revivamos todos los palpitares de nuestra esencia común, donde lo genuinamente humano no tiene cintillo y no se mide en planillas Excel sino en estaturas espirituales.

Si queremos afrontar el actual desbarajuste planetario para salvar al hombre y la libertad, debemos reivindicar nuestra clásica herencia de arte popular que, por vocación universal, se torna filosofía.

¿O acaso no asistimos a una conspiración de vaciamiento humano de la que sólo saldremos ilesos juzgando y pensando desde nuestras tradiciones?

¿O acaso podríamos digerir que anteayer los exabruptos de un Trump hayan generado una asonada que pisoteó el Capitolio y la Constitución norteamericana, si no hubiera trincheras como Radio Clarín, donde Discepolo, Gardel y Julio Sosa nos imprimieron a fuego las infamias de un Cambalache en que “da lo mismo ser derecho que traidor” y “ves llorar la Biblia junto a un calefón?”.

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