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De nuevo las raíces

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LEONARDO GUZMÁN
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Semana trágica acá y en el mundo, elevemos el alma a la música. Se nos fue Federico García Vigil. Pasó del tango y el jazz a la sinfonía, vitalizó la Filarmónica y hasta volcó un tema mayor de Rada en la progresión apoteósica del Bolero de Ravel.

Sin recovecos intelectuales, encarnó la unión de lo popular y lo culto.

Vaz Ferreira decía que para existir, la música necesita sentidores. Por casi medio siglo, García Vigil los generó y cautivó. Paz en su tumba. Y que desde su calderón de silencio nos resuene el mensaje espiritual, moral y ordenador de la música noble, no banalizada.

Lo precisamos. Los antiguos griegos empezaban enseñando música y desde ella impartían aritmética, poesía y gramática. ¿No tendremos que retomar ese enfoque y salvar la condición humana desde las raíces del arte, revirtiendo la regresión de la sensibilidad y el empobrecimiento interior que nos viene machacando el alma.

Es bueno y reconforta tener un gobierno ágil, activo, que da la cara, que ha reconstruido el diálogo y nos coloca en la delantera internacional del éxito contra el coronavirus. Pero nos hace falta mucho más: recuperar la fortaleza del espíritu individual y colectivo, educando a niños y adultos en el ritmo y la melodía como profundidades y no solo como liviandades, expandiendo la variedad cromática de los estados del ánimo y restableciendo el lirismo y la idealidad para que el ciudadano no se trague la angustia y las profesiones no se disuelvan en resignación. La convivencia y la institucionalidad no pueden basarse en perplejidades masculladas sin conclusión ni destino. Puesto que pensar es crear, requiere el juego y el aleteo del arte.

El problema no es solo nuestro. Nos viene de lejos. Hace 40 años Georg H. Von Wright denunciaba que “entre los intelectuales se difunde cada vez más un nuevo tipo humano: un investigador en un campo especial que puede ser muy inteligente pero tiene un desdén filisteo por la filosofía, el arte y todo aquello que caiga fuera de su estrecha perspectiva". Y mucho antes, a principios del siglo XX, nuestro Rodó llamaba a combatir el estrechamiento del pensamiento y la sensibilidad, que veía como un peligro para nuestra América hispana.

El llamado rodoniano se nos eclipsó. Lo que el ilustre finlandés diagnosticó para Europa hace cuatro décadas, hoy lo soportamos nosotros. Empujados por el relativismo, el “no te metás” y los huecos del “entertainment”, y gobernados por más de un bruto, la vida colectiva dejó de buscar grandes versiones nacionales de los eternos ideales de justicia y libertad, achicó la inspiración y se entregó mansa a esquemas prefabricados, algoritmos y protocolos, cuyos corsés se usan cada vez más para no responsabilizarse por los dramas y tragedias del prójimo que se tiene enfrente.

Todo esto es estructural e inficiona todo. También en el Derecho, que cruje tanto como se viene debilitando a la persona humana, que es y debe ser su cimiento, su inspiración y su límite, como muy bien manda el art. 72 de nuestra Constitución, verdadera joya del pensamiento nacional.

La pandemia y múltiples crímenes -del Cerro a Minnesota, y más- nos enfrentan a la fragilidad de lo humano y nos llaman a recobrar la cultura y el Derecho desde su primera raíz.

Si no encaramos esa misión, caeremos en el imperio de los robots y los zombis.

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