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Notre Dame del espíritu

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Leonardo Guzmán
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Sobre el cielo-infierno de las noticias mundiales, el incendio de Notre Dame se descargó como un rayo.

Fue el lunes santo, víspera de la conmemoración de la Cena en que Jesús anunció que Judas Iscariote iba a entregarlo y predijo que antes que cantase el gallo Pedro iba a negarlo tres veces. Con la Iglesia católica embadurnada por la crónica judicial de las negaciones y traiciones de múltiples sacerdotes salpicados en todas las jerarquías, que en esta fecha haya tomado fuego la más emblemática Catedral de Europa… parece un castigo bíblico.

Estremece el fuego, con su contradictorio valor de muerte, calor e inspiración. Conmueve la pérdida de girones de ocho siglos. Choca la inmediatez de las donaciones, algunas por cifras impúdicas.

Pero no nos quedemos en los datos. Y tampoco nos limitemos a hablar de "pérdida para la cultura", porque la palabra "cultura" últimamente alude a acumulación social de promedios y lleva a olvidar la idealidad religiosa y artística que fue motor y esperanza de todas las proezas arquitectónicas anteriores a la electricidad y el maquinismo.

En definitiva, los templos y los ritos nacieron como herramientas para luchar. Haya sido Dios encarnado —como proclaman los Evangelios— o el más bueno de los hombres —como dijo Ernesto Renán—, Jesús llevó una vida de prédica que fue batalla. El cristianismo romano se abrió camino desde catacumbas y martirios que implicaron batalla; y hasta la filosofía aristotélico-tomista es un emprendimiento de combate que vivifica al pensamiento perenne y deja atrás las liviandades apuradas de escritores con moda efímera.

Ni los creyentes católicos ni quienes no lo somos debemos, pues, detenernos a llorar inventarios de lo perdido en Notre Dame, una iglesia que desde hace años ha sido mucho más una parada turística que un lugar de veneración recoleta. A la humanidad la tenacean demasiadas tragedias: no podemos distraer el pensamiento y la acción que aquí y ahora nos impone el mandato "Levántate y anda".

Recordemos. Saqueada por el jacobinismo de la Revolución Francesa, allá por 1832 la catedral del Sena iba a ser demolida. La salvó el combate de un enorme escritor que, imaginando a un campanero jorobado y sordo enamorado de una gitana, construyó la novela "Notre-Dame de Paris" para defender al templo mayor de su ciudad y a todos los monumentos góticos amenazados por la piqueta. A Notre Dame la salvó el fuego, el fuego romántico de Victor Hugo.

Y si de fuego y religión se trata, no olvidemos a Blaise Pascal. Primer físico que midió la presión atmosférica —en su honor la unidad se llama hectopascales—, matemático creador del cálculo de probabilidades, filósofo que afirmó el valor de la conciencia humana frente a lo infinito y que proclamó que "el corazón tiene razones que la razón no conoce", Pascal vivió una "noche de fuego". Del 23 al 24 de noviembre de 1652, en Port-Royal, a pocas cuadras de Notre Dame, sintió que su saber científico chocaba con su sed mística y, en sus palabras, se convirtió "al Dios de Abraham, de David, de Jacob y de Jesucristo, no el de los sabios y los filósofos".

Así abrazó Pascal el catolicismo. Pero más allá de esa definición, con su gesto enseñó que las ansias de luz sobre el Universo nunca van a satisfacerse con los análisis limitados de la ciencia. Adivinó que explicar científicamente no es comprender, como iban a sostener 300 años después Bergson, Von Wright y Gadamer. Con centurias de anticipación nos vacunó contra la estrechez positivista del siglo XIX y la pereza mental del siglo XXI. Dejó abiertos los cauces a la intuición.

Al Uruguay, como a Pascal, también se le toparon la ciencia y la religión. Y en nuestra alma echó raíces una postura laica, no confesional pero no atea, anticlerical pero no exenta de religiosidad, cultora del albedrío creador y no resignada a ningún fatalismo socioeconómico. De ese espiritualismo liberal fructificaron José Batlle y Ordóñez, José Enrique Rodó, Carlos Vaz Ferreira, Antonio M. Grompone y una pléyade de seguidores que orientaron al Uruguay conviviente y culto que supimos ser. Ese Uruguay sin religión oficial tuvo amplias avenidas abiertas al estro católico, reconocido en la épica de Juan Zorrilla de San Martín, la Historia del Hermano Damasceno (HD), las reflexiones del P. Eduardo Pavanetti, la poesía mística de Esther de Cáceres y tantos más.

Cada cual con sus cimientos doctrinarios, unos y otros afirmaban un proyecto de persona que se sustentaba en valores firmes, y así se armó un país basado en la libertad de conciencia republicana. Pero un día se aguaron las polémicas, después se apagaron las convicciones y al final se salió a adular apetitos y a tropear con eslóganes, promoviendo rebaños que balan y no pueblo que piensa. A fuerza de predicarle que lo humano no tiene nada esencial y que la verdad no existe, al ciudadano se lo enredó en el relativismo y se le amputó todo interés por descubrir verdades esenciales.

Por eso, hoy no basta darle condolencias oficiales a Francia, cuyo pensamiento, en escala, sufre los mismos desvaríos que por acá nos atropellan.

Nos hace falta, además, restablecer el espíritu, fuego forjador que hoy atraviesa un eclipse pero al que ningún incendio consumirá jamás.

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