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De mártires y de ideales

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LEONARDO GUZMÁN
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La muerte del Dr. Carlos Dubra Sowerby deja un vacío en el foro. Inconfundible por altura y prestancia, ejerció la abogacía con el señorío y la dedicación personal que en él dimanaban como un modo natural de ser que entregaba sin sentir.

Sumó más de medio siglo sin dejar de ir personalmente a las audiencias y a la baranda. Si coadyuvaba con uno, era altamente trabajador. Si nos enfrentábamos, se daba por descontada la lealtad. Escribía recio, sin dejarse ir. Razonaba desde la vida y no solo desde los códigos. En la tradición que le marcó su familiaridad con el pensamiento de Grompone, pensaba por su cuenta.

Ahora que le llaman paradigma a las rigideces de los reglamentos envasados como protocolos, Dubra era un paradigma de abogado, sí, pero en el sentido clásico del vocablo: dechado, ejemplo, modelo, que encarnaba el apotegma de Couture “No quieras ser solo abogado porque entonces no serás ni siquiera abogado”.

Seguiríamos ahondando sobre lo que significa la vida y la muerte de un letrado de su estirpe, si su partida no hubiera quedado flanqueada por deplorables violaciones del Derecho, como la muerte en Salto de Oscar Presentado, que con solo 37 años murió por Covid sin que la esposa lograse que lo viera un médico, de un caso similar en Bella Unión y del asesinato de una niña de 12 años porque un criminal le disparó a una casa errada.

Tragedias de esa laya -unas por omisión, otra por acción- hacen escarnio del Derecho; y puesto que este es la razón de ser y de lucha para quienes sentimos el valor sustancial de la juridicidad, y nos negamos a reducirlo a un mero formateo, consignar nuestra indignación es mantener vivo el legado de quienes dejaron huella y seguir por dentro el diálogo con quien recién nos dejó.

Ese diálogo no es solo para jueces, abogados y escribanos. Es para todo ciudadano lúcido. El deber de no callarse lo que se piensa y siente nace de la profesión universal de persona. Los principios del Derecho que se violan a ojos vistas agreden a la sensibilidad del común. Por tanto, es un deber republicano no bajar la guardia y no resignarnos a las fallas de los servicios, a las balas perdidas ni a las balaceras entre bandas rivales.

Llevamos un año largo con un gobierno que da la cara y dialoga y con una pandemia que ha dejado mártires en los profesionales de la salud y ha enlutado el alma de todas las familias. Es tiempo para empezar a ver claro. Puesto que la tragedia golpeó duro a la puerta y entró en nuestras casas, estamos convocados a nutrirnos como pueblo, llamándonos todos a obedecer los mandatos básicos, combatiendo la confusión y abulia que nos sumió en una decadencia cultural sin precedentes.

Lo que nos viene pasando no cabe en datos numéricos ni se mide por encuestas. La impotencia ante la soledad macabra en que muere un ser querido en un CTI de pandemia y el surco anímico que deja la cruza de distancia con miedo son experiencia que nos llevan al límite. Experiencias como esas merecen reflexión, ensanche espiritual, filosofía.

El trabajo grande que deberemos emprender es rescatar todo lo que acallamos ante los recuentos diarios y todo lo que perdimos cuando fuimos aceptando ser tabulados, clasificados y amortizados y establecimos distanciamientos espirituales muy anteriores al llamado distanciamiento social por covid. Eso exige, a todos, la recuperación de la idealidad perdida.

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