Mañana terminan los 38 días de la Feria Judicial Mayor. Desde el lunes los Magistrados judiciales y del Tribunal de lo Contencioso Administrativo están llamados a cumplir a jornada entera su misión de “juzgar y hacer ejecutar lo juzgado”.
Los plazos volverán a correr. Desde siempre sabemos que propiamente “corren” en dos sentidos: corren porque transcurren, con la objetividad del calendario; y nos corren a todos los protagonistas, porque acosan parejo a litigantes o gestionantes, alguaciles, actuarios, escribanos, abogados y jueces.
Para cualquiera que no anestesie su conciencia, el pleito es una sucesión de angustias por fechas, pruebas y razones alegadas, que desemboca en una sentencia a cimentarse en el contenido concreto del expediente. Y si bien todas las sentencias son públicas, las que llegan a los medios de difusión son solo las que resuelven un caso que tuvo notoriedad, las que sostienen una tesis valiosa o aleccionante y, sobre todo, las que suenan paradojales y rechinan.
Todo sistema legal se mide por el grado de autoridad, brillo y grandeza de la Justicia que imparte. Por eso, cuando se instaura una dictadura o cuando se corroe una democracia -en el Uruguay hicimos sucesivamente las dos experiencias-, cuando todo se triza, nos queda solo una última sede terrenal para la esperanza: el denuedo que pongan los Magistrados.
Por eso y por muchas razones más, la reapertura anual de los tribunales no debería ser indiferente a nadie, por más que no se tenga pendencias litigiosas y se piense que no se va a soportarlas nunca.
Quede claro: el quehacer judicial es el pronunciamiento final sobre los conflictos con el Derecho. Pero quede claro también: el Derecho es mucho más que los pleitos, los trámites y las sentencias. Está antes y más allá, a veces como un hecho y otras veces como una aspiración.
A las oficinas judiciales se llega cuando el Derecho no funciona con la espontaneidad que manda la Constitución, porque entre los protagonistas se perdió el amor, la confianza y el respeto. A los Juzgados va quien se siente dolido o lastimado y aduce que se le atropellaron sus derechos. La sentencia y la transacción son remedios más o menos eficaces.
Y el recto funcionamiento del Derecho requiere que haya sentencias que condenen al transgresor, pero para que vivamos en orden, más que sentencias necesitamos la inspiración honrada y pacífica de los ciudadanos. La vigencia natural del Derecho, en definitiva, es una cuestión de cultura.
Estas reflexiones pueden parecerle abstractas y hasta inútiles a una camada de funcionalistas que quieren medir “la productividad” de las sedes judiciales y la abogacía sin preocuparse por los valores humanos en juego. Pero basta advertir que los Juzgados Especializados de Familia eran 3 y ahora son 8 pero no por eso disminuyeron los casos de violencia doméstica, para darse cuenta de que es más urgente reeducar que seguir agregando turnos. Y no sólo en temas de violencia doméstica sino en todas las materias, empezando por el proceso penal, cuya actual postración pide a gritos borrar y empezar de nuevo.
Hay, pues, que repensar la Justicia y, con más fuerza aun, reeducar, dándonos cuenta de que las carencias no resultan tanto de los contextos socio-económicos como de haber abandonado el énfasis que merece la cultura.
Craso error que pagamos con la inmolación de las víctimas, cuya sangre no para de derramarse.