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Fronteras de la libertad

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Tras los crímenes yihadistas, ni París ni Bruselas recuperaron la tranquilidad. Por su sola presencia los soldados armados a guerra en el aeropuerto de Orly, lo anuncian.

Tras los crímenes yihadistas, ni París ni Bruselas recuperaron la tranquilidad. Por su sola presencia los soldados armados a guerra en el aeropuerto de Orly, lo anuncian.

Lo confirman los días sucesivos: no hay controles humillantes, pero se respira una atmósfera cargada de tensiones. Esta ya no es la Europa despreocupada de diez años atrás, que vivía una libertad sin nubarrones. Hoy todos saben qué capacidad de daño adquiere la traición terrorista ejercida por suicidas fanáticos.

Pero andando por nevadas calles francesas, belgas y alemanas, se siente que el problema no finca en el poder de fuego de grupúsculos conspiradores ni en la aptitud policial para reprimirlos. El tema es cómo lograr que naciones con historia de libertad convivan con masas de inmigrantes que en lengua, atuendo y dogmas resisten toda asimilación, niegan derechos básicos y generan poseídos, capaces de marchar contentos al abismo.

Por décadas, la UNESCO y muchos posmodernos legitimaron brutalidades como muestras sociológicas de “otras culturas”. La cultura dejó de verse como batalla por el saber y la libertad; y, en cambio, las culturas se aceptaron como matraces distintos para combinar diferentes supersticiones y hábitos, incluso grotescos. Con ese enfoque, muchos vieron en el Islam “otra cultura”. Callaron que es una religión respetable como aporte al pensamiento crítico y libre; y no vieron que tiene sectas cuyos actos son incompatibles con el Derecho: ocultar el rostro de la mujer, mutilar a las púberes, amputar falanges a los ladrones, lapidar a las adúlteras y afirmar la autoridad familiar a golpes, son atrocidades que no se legitiman por invocar a Alá, realizando lo peor de los delirios del Ayatollah Jomeini, para quien -como para todo totalitario- nada de su fe era ajeno a la política ni al Estado.

La vida siempre se empeña en frustrar la humana ilusión de lograr una libertad sin riesgos ni fronteras, descansada y sin vigilancia. Apenas la libertad se hace costumbre, se degrada en pereza, apatía y entrega. No podemos sorprendernos, pues, que Europa -con varios países cundidos de apremios y con Ucrania y Rusia casi en guerra- despierte hoy con pesadillas, mientras bombardea posiciones yihadistas entre Siria e Irak. Tampoco podemos esperar que una secuencia relampagueante imponga una paz súbita.

Pero debemos darnos por enterados de que hay reductos medievales que afirman su fe por encima de la libertad y que en nombre de la “sharia” niegan las Constituciones y los Códigos Civiles de la civilización. Esa negación ya ha provocado estragos en todos los continentes; y en nuestra comarca, una noción mínima pero expresiva de su alcance la dio el destino infractuoso que está teniendo el trasplante de familias sirias.

Al espíritu liberal, este cuadro le impone luchar por la libertad de conciencia, por la igualdad del hombre y la mujer y por el rechazo de que el Estado sea verdugo, sirviente de una religión. Hay que buscar que una inmensa capacidad de reflexión, apoyada en la comprensión religiosa y la filosofía clásica, derribe prejuicios y funde una paz conceptualmente honda. No es tarea para un solo país. Pero es misión a la que los uruguayos tenemos mucho para aportar, si, a la vista del macro-desvarío, volvemos a tomarnos en serio la función civilizadora -cultural- de pensar en voz alta para sembrar futuro y erguirnos con ideales en el mundo.

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Leonardo Guzmán

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