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Sin Feria (III): el abigeato

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Leonardo Guzmán
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Que el Derecho no se detiene ha venido a confirmarlo el estallido, en plena Feria, de una indagación que puso a la vista más de una docena de partícipes en abigeato. Impactaron sus nombres.

Pero más estremeció que en varios casos hubo arreglo en pesos, el Fiscal no impulsó el trámite y quedó sin aplicarse la pena con que la ley castiga el robo de semovientes y colmenas.

Sustraer animales de cría es viejo como el mundo. El nombre de esa inconducta proviene del latín de hace 20 siglos, donde "abigere" ya significaba sacar ganado, tropearlo y robarlo. Curiosidad: el Diccionario de la Lengua Española indica que "abigeato" es vocablo que se usa en "Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, El Salvador, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú y Uruguay", denotando que no es palabra que se emplee en España. Quiere decir que es una voz latina que, por fuera de la Madre Patria, se saltó dos milenios y el Océano Atlántico para tipificar un delito que es harto frecuentado desde el Río Bravo a Tierra del Fuego. No como un concepto de cátedra. Como un hecho.

Con el avance de la tecnología y las facilidades para el transporte, el abigeato proliferó. En respuesta, la legislación —arts. 258 y 259 del Código Rural— fue cada vez más severa. En el texto primitivo —1941, firmado por el Presidente Baldomir—, remitía a las penas estándares del Título XIII del Código Penal, Delitos contra la Propiedad. La ley 17.826 —2004, firmada por Batlle— elevó el máximo al imponer a los abigeos "tres meses de prisión a seis años de penitenciaría" —eso sí, autorizando medidas sustitutivas para la prisión. La ley 19.418 —2016, firmada por Vázquez— suprimió las medidas alternativas y le impuso al encubrimiento de abigeato y a la receptación de animales una pena "igual" —¡hasta seis años de penitenciaría!— que la dispuesta para el robo ganadero.

Esta evolución legislativa hacia la severidad se ha visto burlada. Tan luego entre gente que no proviene de un contexto crítico, en vez de imponer el cumplimiento sin murmuraciones de la norma penal de orden público, al egoísta apurado se le ha dicho que trampear en los negocios puede ser rentable y que no hay peligro penal porque al final todo se arregla. Al ladronzuelo de la calle se le ha proveído argumentos para que no le tema a la ley. Y al ciudadano de a pie, fuente nutricia del sentido común, se le ha mostrado que el Derecho Penal hoy dejó de ser imperativo, carece de principios y recae sobre intereses que se apalabran y se coaccionan en trastiendas, llevando a las audiencias acuerdos ya hechos, para que el Juez —sin los antecedentes y sin protagonismo— controle sólo aspectos formales de "transacciones" impuestas bajo amenazas y, al final, todo desemboque en impedir que los interesados y la opinión pública lleguen a establecer la verdad, cuya averiguación ha dejado de ser judicial.

Esto es consecuencia de haber aprobado —con el voto enceguecido de todos los partidos— un nuevo Código del Proceso Penal que, además de todas las fallas que se le han anotado públicamente, se usa como herramienta para que las leyes sustanciales dejen de aplicarse derechamente.

Viviendo en la desprotección de bienes y valores, mensajes de esta laya profanan al Derecho y ofenden nuestra conciencia social de lo justo.

Lo cual nos impone una respuesta republicana muy por encima de lemas y banderas.

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