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¡Esto no es el Uruguay!

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Leonardo Guzmán
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Con 13 y 16 años llegaron a Carrasco a abrazarse con su madre, a quien no veían desde que se vino de Dominicana a trabajar. Traían visa válida, pero habían caducado los 60 días en los que habrían debido pisar suelo nacional. Por 3 días de diferencia los reembarcaron.

Sin ver a la progenitora que lloraba tras las vallas migratorias. Sin la amiga mayor de edad que los traía. Sufriendo en el avión de vuelta, solos.

El Dr. Juan Faroppa —Institución Nacional de Derechos Humanos— fue rotundo: "Desde el punto de vista humanitario es un desastre". Recordó que la Corte Interamericana de Derechos Huma- nos ha establecido que los Estados "no deben impedir el ingreso de niñas y niños extranjeros al territorio nacional, aun cuando se encuentren solos, no deben exigirles documentación que no pueden tener y deben proceder a dirigirlos de inmediato a personal que pueda evaluar sus necesidades de protección"; y si los mandan de regreso deben "viajar acompañados por un adulto responsable".

Rechazados como si fueran réprobos y violados sus derechos, hicieron una enorme obra que ojalá la aprovechemos: por un buen rato nos unificaron por encima de todas las banderas limpiamente abrazadas y de todas las zanjas aviesamente cavadas.

Todos sentimos que el destrato propinado a estos ignotos pero ya queridos dominicanos no es propio del Uruguay; y el penoso caso nos hizo rebrotar las fibras que a fuerza de silencio oficial y perplejidad pública ya parecían inertes.

Sacudieron la montevideana indiferencia con que transitamos entre andrajosos que malviven el sopor de su drogadicción. Volvieron a encendernos la piedad por el débil, el sentir con el desconocido, el yo-soy-tú. Nos revivieron el espíritu artiguista del Uruguay histórico, que no era de clase ni de partido sino que brotaba de la profesión humana.

Y porque esa profesión es universal y permanente, este episodio no debe pasarnos co-mo un relámpago anecdótico. Lo sucedido en la frontera migratoria reflejó nuestro actual clima público —y también privado—, hecho de anestesia de los sentimientos, acortamiento de las miras, olvido de la lógica y achique del sentido común. Todo ello, desde una despersonalización que, con elegantes modales y cara de nada, espeta "yo cumplo órdenes", sin que el hombre de a pie logre dialogar con el que, sin rostro, decide en nombre de "la sociedad" y según el "protocolo".

Si de Finlandia buscásemos el ejemplo cultural —y no solo las ilusiones de UPM— deberíamos leer a sus filósofos actuales, uno de los cuales, Aulis Aarnio, enseña que "quienes no tienen conciencia de su responsabilidad e interpretan a ciegas el Derecho, constituyen una amenaza para el desarrollo sensato de la sociedad. El vicio dominante de esas personas ha sido buscar refugio en el texto estricto de la ley, cuando el problema que tenían ante sí hubiera requerido un enfoque valiente y positivamente creador".

Por quedarse en la letra chica de un pasaporte e ignorar principios, en unos menores transeúntes se atropelló a la tradición humanista y abierta que asentó nuestra Constitución sobre la persona.

Y como eso se repite a diario, nuestra tragedia no radica ya en un gobierno o un partido, sino en una degradación consentida por sobre banderas. Lo cual nos impone recuperar el noble estilo nacional, para que florezca el pensamiento cálido y ágil allí donde hemos dejado avanzar el frío de la rigidez formularia.

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