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Debate, ley y libertad

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LEONARDO GUZMÁN 
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El debate de antenoche tuvo más enjundia que el de la primera vuelta.

Y a todos nos dejó clarísimo por qué las encuestas dan a Lacalle-Argimón como favoritos y dejan a Martínez-Villar como rezagados en duro repechaje.

¿Este debate fue signo de civilidad? Comparado con lo vivido en Cuba, Venezuela y Bolivia, ¡claro que sí! ¿Ponernos contentos porque recuperamos la vieja costumbre de discutir cara a cara entre presidenciables? No da para tanto. Porque es un bien que haya debate, pero duele que en el Uruguay de ahora sea “obligatorio” y se imponga por ley un alto ejercicio de libertad entre aspirantes a la primera Magistratura, destinado a iluminar la libertad electora de sus conciudadanos.

Después de que en los mejores tiempos de soberbia triunfalista, Vázquez, Mujica y Vázquez esquivaron enfrentar a sus rivales, la ley 19.827, sancionada de apuro por 18 votos en 28, al obligar a debatir a los que disputan la segunda vuelta, implicó un regreso al ejercicio público de la deliberación. Pero ese bien -que lo es- no debe mitigar la vergüenza de que tal ley, en vez de contar con la garantía del honor cívico de los contendores y de la sanción política al maula, establece que los candidatos que se nieguen a participar “no percibirán la contribución del Estado para los gastos de la segunda elección nacional prevista en el artículo 20 de la Ley N° 18.485, de 11 de mayo de 2009”. Es decir, perderán las 10 UI -hoy $ 42,33- que les corresponde por cada voto obtenido. A esta multa usuraria descendimos, a medida que fuimos olvidando que la virtud ciudadana es el principio motor de toda República seria, como proclamó hace casi tres siglos Montesquieu.

En esa ley tampoco es para felicitarse que el Estado, aun actuando con la imparcialidad de la Corte Electoral, deba ser el organizador de que los postulantes tengan la valentía de enfrentarse y el garante de que no se repitan los modelos calculadores o cobardones, instaurados por los que en el pasado reciente ganaron elecciones eludiendo debatir. La libertad política no es un bien que el Estado genere. En el punto de partida, debe radicarse en cada persona, como bien recuerda el art. 72 de la Constitución. Y en las expresiones cumbres -por ejemplo, de los dos mejor ungidos para gobernar-, debe afianzarse en la luz y la fuerza de lo espontáneo. Tiene que dolernos, pues, que se apliquen aparatos ortopédico-legales.

Estas reflexiones pueden parecer teóricas y superfluas frente a los temas acuciantes que día por día nos muerden los garrones: seguridad, salud, educación, economía, déficit fiscal, etcétera. Pero las desgracias que sufrimos no se agotan en los ítems socioeconómicos que tenemos tabulados en nuestro marketing electoral.

Soportamos múltiples formas de debilitamiento de la libertad. Integran la actual decadencia cultural. En respuesta, no basta sufragar con esperanzas. Además, debemos reconstruir la sensibilidad para que en el Uruguay resplandezca la supremacía de una institucionalidad fuerte y sin dobleces, dejando atrás la enfermiza etapa relativista del “todo vale” y “todo puede ser”.

Toleramos que un “Montevideo mi casa” escondiese el escudo artiguista que proclamaba “Con libertad no ofendo ni temo”. Aprendamos: nunca más pasemos distraídos ante renuncios como este de que el Estado monte debates “obligatorios” porque la ciudadanía perdió el hábito de exigirle grandeza a quienes aspiran a gobernarla.

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