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No solo las cátedras...

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Leonardo Guzmán
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Al atardecer del pasado viernes, en el Paraninfo, el Decano de la Facultad de Derecho de la Udelar, Dr. Juan Andrés Ramírez, constituyó en Profesores Eméritos a diez catedráticos —grados 5, en la jerga vigente—, en reconocimiento al brillo de su trayectoria y a la estela doctrinaria que dejaron: Milton Cairoli, Derecho Penal; Juan P. Cajarville, Administrativo; Gonzalo Fernández, Penal; José Korzeniak, Constitucional; Ángel Landoni, Procesal; Osvaldo Mantero, Laboral; Addy Mazz, Tributario; Didier Opertti, Internacional Privado; José L. Shaw, Tributario; y Edgar Varela-Méndez, Procesal.

La distinción tiene la más alta trascendencia, no solo para los profesores que la recibieron y para la amada Facultad que las discernió. También para la República.

Por cierto, desde tiempos inmemoriales la materia prima de toda Universidad fue siempre el honor al saber y su acumulación en sucesivas generaciones. Y aun en la época actual, sigue siéndolo en toda Facultad que no disuelva en banalidades relativistas el humano deber de buscar la verdad, empujando el pensamiento hasta los confines del horizonte alcanzable. Ya en el siglo XIII —200 años antes de la invención de la imprenta, el Descubrimiento de América y la Reforma—, al saber y a la concatenación de las edades les cantó el primer himno universitario de que se tenga memoria, el Gaudeamos Igitur, que hace 150 años elevó a coda sinfónica la Obertura Académico Festiva de Brahms. Por tanto, que nuestra Udelar haya reconocido a sus maestros mayores constituye un bien, digno de más repercusión que los audios de la AUF y las miserias de la desbordante crónica policial. En un país que se devora a sí mismo al olvidar a sus grandes, hay que aplaudir la iniciativa, cumplida sin fijarse en el pelo político de cada homenajeado.

Pero más allá de la Universidad y la República, el homenaje a los grandes profesores sirvió al Derecho. En tiempos de igualación hacia abajo y decadencia cultural, reconforta que la Facultad pública distinga a sus servidores por sus talentos y sus virtudes, como muy bien manda la Constitución. En época signada por la violación descarnada de los derechos —empezando por la vida y la seguridad— es bueno que se ponga el foco sobre el trabajo formativo que cumplieron sus más encumbrados juristas.

Cuando un Ministro de Estado osa quejarse de que el Frente Amplio no tenga Ministros en la Suprema Corte, ignorando la independencia política de la Justicia y el Derecho, y cuando la despersonalización informatizada le pega zarpazos al vínculo objetivo pero interpersonal que es y debe ser el Derecho, resulta imperioso que se pongan en valor los principios que enseñaron los maestros de hoy, sombra y luz de los maestros que nos formaron.

Esa tarea deberá cumplirse mucho más allá de las paredes de todas Facultades de Derecho, para que también las nuevas generaciones cultiven los sentimientos y la reflexión, de modo que quien nunca leyó un Código ame y sirva al Derecho por conciencia y por intuición.

Esa misión no debemos reclamársela solo a los catedráticos y las monografías sino a "nosotros mismos", valga la expresión epistolar de Artigas que —a la vista de dónde vino a parar el país de Rodó, Vaz Ferreira, Couture y Aréchaga— nos impele más que nunca a movernos.

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