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El Cardenal y lo de París

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Queríamos escribir sobre el advenimiento cardenalicio del Obispo Daniel Sturla. Nos habríamos detenido en su apellido, tan uruguayo que resuena en la memoria política y rebota en la pizarra de quiniela.

Queríamos escribir sobre el advenimiento cardenalicio del Obispo Daniel Sturla. Nos habríamos detenido en su apellido, tan uruguayo que resuena en la memoria política y rebota en la pizarra de quiniela.

No es que pensáramos entremeternos en la institución eclesial, con sus vericuetos orgánicos y sus indagaciones en trámite. No. Sentimos que la distinción papal llama a que los uruguayos revisemos nuestra relación con los imperativos del cristianismo en su nuez.

Pero he aquí que no podemos entregarnos a esos temas, por mucho que apremien, pues no podemos callar nuestro horror por la infamia de que al grito de “Alá es grande” unas ráfagas de metralla hayan irrumpido en Charlie Hebdo y segado una docena de vidas ligadas por el sueño de escribir, bañando en sangre a la libertad de expresión y a la libertad de prensa —nada menos que en París.

Desde el siglo XVIII Francia luchó por fundar su libertad política y de costumbres. Irradió su luz a partir de las Cartas Persas —musulmanas precisamente— que el Barón de Montesquieu usó para reírse de las costumbres parisienses. Pero he aquí que casi tres centurias después que Voltaire ironizó sobre las diferencias religiosas y que la Ilustración consagró la libertad, en las mismas cuadras donde el 26 de agosto de 1789 se proclamaron los Derechos del Hombre y el Ciudadano se comete un múltiple asesinato propio de chacales.

Lo de ayer en París —como lo de las Torres Gemelas en el 2001 en Nueva York y antes, en 1994, lo de la AMIA en Buenos Aires— no fue la expresión de un choque de religiones ni de un “conflicto cultural”, como deslizan quienes usan lenguaje aséptico para guardar silencio cínico ante los hedores de las carnicerías humanas.

Fue una expresión más del terrorismo artero y traidor a que induce todo fanatismo alienante.

La nación gala ha sido para el Uruguay interlocutora fecunda. En su lengua nos llegaron oleadas históricas de racionalismo, catolicismo, protestantismo, positivismo, materialismo, ateísmo, socialismo, existencialismo, surrealismo y deconstrucción. Su espiritualidad desborda los límites religiosos de un Jacques Maritain y un Teilhard de Chardin, proyectándose en Bergson, Brunschvicg, Bastide, Finkielkraut y Comte-Sponville, todos colocados por encima de separatismos.

Los uruguayos hemos sido tributarios de la precisión francesa en Derecho, Arquitectura, Medicina, ciencias y artes. En paralelo con el modelo francés hemos construido un modo de convivir laico, pero abierto a todas las manifestaciones del espíritu y a todas las creencias.

Por eso, no bastan hoy nuestras condolencias. Ante la tragedia estamos llamados a aplicar la enseñanza de Corneille: ver claro, definir nuestro deber y cumplirlo con grandeza. Si eso hacemos, miraremos de frente el sarcoma universal del fanatismo, cruzado con determinismos que todo lo justifican en nombre de una fe religiosa o ideológica. Y veremos que antes y más allá de las 95 proposiciones de Lutero y de las polémicas teológicas, se dibujan ya dos corrientes contrapuestas: una, que ama al prójimo y cree en el ajeno derecho al albedrío; otra, que somete a los demás a designios transpersonales, por fe religiosa en el Más Allá o por fe totalitaria en el más acá.

Para salvar lo humano en semejante cuadro, deberemos unirnos en torno a lo que hace 80 años definió Benedeto Croce como la religión de la libertad.

Y allí deberemos estar hermanados todos, con l Cardenal Sturla incluido.

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Leonardo Guzmán

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