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Dos bicicletas y un alma

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LEONARDO GUZMÁN
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No salió en la crónica policial. El robado llegó en sangre al Hospital, pero, por miedo, se negó a hacer la denuncia. No quedaron rastros en “el sistema”.

Pero ningún “sistema” es más que la vida y sus verdades. Se habrá sepultado el hecho en el silencio, pero ocurrió. Puedo precisar la cuadra canaria donde sucedió. Puedo identificar a la víctima. Eso sí: el caso nos conmovió por la persona individual, mas en el Uruguay de hoy es un trágico arquetipo. Y por serlo, lo compartimos acá.

Un hombre de 82 años, que trabaja como sereno, en la mañana del último domingo fue en bicicleta a comprar un poco de carne. No un costillar para hacer asado: unos churrascos. Al salir de la carnicería, un hombre y una mujer le robaron la bolsa. En respuesta, los corrió. Pero, todavía bajo shock, se resbaló y cayó.

Entonces, los ladrones, que ya le habían sacado ventaja, retrocedieron para golpearlo en el suelo. Le lastimaron ojos, boca, manos y cuerpo: saña, sevicia.

Nadie lo defendió, nadie lo auxilió, ni el carnicero ni los vecinos que miraban: indiferencia, cobardía.

Al atardecer del martes, en el kilómetro 5 de los Accesos, dos adolescentes fueron abordados por dos sujetos que, en moto, los encañonaron para rapiñarles la bicicleta. Entre los movimientos de defensa y el susto, uno de ellos cayó al pavimento. Lo atropelló un camión. Y ahí quedó, tendido en el hormigón, Camilo González, 14 años, 2º de liceo, cuando iba a visitar a su abuela en La Teja.

Una estudiante de Medicina, Claudia Portela, que vio el asalto y se bajó del auto para ayudar, constató que estaba muerto, cubrió el cuerpo y en las redes alzó su rebelión, hecha de nobleza.

La tabla policial anotará el hecho, o no, como una rapiña más del 2019. El recuento vial lo anotará, o no, como una víctima fatal más del tránsito. Las estadísticas son necesarias, sirven; pero la moda materialista y ramplona presenta los totales anuales como si fueran la única realidad. Y no: canalladas de esta laya no caben en las tablas que se ventilan como verdades reveladas e instalan una manía cuantofrénica que deja afuera “lo esencial, invisible a los ojos”, cuya inmortalidad proclamó Saint-Exupéry en El Principito: la vibración humana que debe inspirarnos, so pena de descender al mono o a la hiena.

Cuando ese anciano que se refugió en el anonimato para defender su único capital de vida frente a la infamia -porque a su lado no halla policía ni vecinos- se nos entrecruza con el adolescente a quien un asalto sacó del anonimato porque perdió la vida, y cuando ganan terreno el acostumbramiento, la indiferencia y la cobardía, se nos revela una enorme verdad: se nos ha caído mucho más que un promedio estadístico atribuible a “la sociedad”. ¡Se nos ha caído el alma!

Y entonces, ¿vamos a seguir dejando encorsetar al Derecho en nuevas tecnologías cada vez más despersonalizadas, si en la base nos fallan, a la vez, la solidaridad, la valentía, la lógica y los sentimientos, es decir, la persona, cuya virtud ciudadana es base y fuente de un Derecho que nos convoca a distinguirnos precisamente por los talentos y las virtudes, como muy bien manda la Constitución?

Junto a la ristra de atrocidades que soportamos, las bicicletas del anciano salvado y del jovencito muerto nos patentizan cuánto avanzó la barbarie y nos gritan cuánto urge el rescate de nosotros, como almas.

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