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Ya un año... de otra vida

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LEONARDO GUZMÁN
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El lunes se cumplirá un año de que el Dr. Luis Lacalle Pou asumió la Presidencia de la República.

La pandemia de coronavirus ha dominado la escena, con su parte diario de contagiados y muertos, la profusión de hisopados, el distanciamiento personal, el barbijo, el cierre de fronteras y un cortejo de consecuencias dolorosas para familiares, seres queridos, empresas y rubros enteros como la gastronomía y el turismo. Todo ello se nos dio en medio de un mundo que se paralizó: primero lo aleló la espera de que la ciencia respondiese con vacunas; después lo pasmó el forcejeo de los países compradores y la competencia entre los vendedores; y al final lo estremece la revelación de las cláusulas de irresponsabilidad por efectos secundarios, que se imponen a contramano del Derecho, la moral y el sentido común.

Pocos gobiernos han de haber empezado como este, vaciando las calles, cerrando los espectáculos, comprimiendo los velatorios, recluyendo gran parte del Estado en el teletrabajo y jibarizando el diálogo en formularios que no tienen lugar para lo diferente y lo imprevisto, es decir, para la vida.

Es natural que al cabo de un año estemos todos cansados, esperando que se terminen pronto las cortapisas e incomodidades que nunca aceptamos como “una nueva normalidad”. Pero también es natural que, mirando más allá de lo cuantitativo y pasando por encima de a quién votó cada uno en el balotaje, sintamos orgullo por la respuesta que nos diferenció frente a la cuarentena obligatoria de la Argentina, el desenfreno optimista de Brasil y las exageraciones impuestas en otras naciones cercanas y lejanas, incluso pertenecientes al mundo desarrollado.

Nuestro gobierno enfrentó esta tragedia sin precedentes en los cuales recostar sus decisiones. Atento a los peligros, el Presidente escuchó dictámenes de mal agüero, pronósticos lúgubres y pedidos de encierro total. Conservó la calma y la lucidez para elegir interlocutores científicos y rechazar la tentación de las exageraciones.

Confesando públicamente haber vivido la soledad del que debe resolver desde supremas competencias, entregó las esperanzas del pueblo entero a un principio rector: libertad con responsabilidad. Para servir esa norma mayor, utilizó las vías reglamentarias, la persuasión, la prédica, la propaganda. La inmensa mayoría consciente de este país respondió, cumpliendo el deber constitucional de cuidar cada uno la salud propia y ajena.

Un año después, el resultado nos honra. Aun en la adversidad, merece plácemes. Con todas las cuentas hechas, hemos llegado a unos lamentables 591 muertos que, en proporción a nuestra población son incomparablemente menos que los 4.304 que tendríamos si nuestros números fueran los de la Argentina o los 4.127 que nos arrojarían los guarismos del Brasil.

Este gobierno con estilo abierto, que da la cara, donde todos podemos saber a toda hora qué hace y a dónde van los miembros del Poder Ejecutivo, al suprimir las sordinas y los verticalazos de comités íntimos, nos cambió la vida.

Al apostar a la libertad responsable, fijó un principio que sobrepasa al coronavirus y a la pandemia. Porque el virus se irá más pronto que tarde y la pandemia se enterrará en el olvido.

Pero la libertad y su contrapartida de responsabilidad están llamadas a protagonizar el reencuentro con nuestra secular tradición de diseñar caminos propios, sin poder esperar nada más que de nosotros mismos.

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