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El amanecer de 101 años

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LEONARDO GUZMÁN
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En ocho días El País cumplirá 101 años, muchos para un diario tradicional que hoy debe erguirse entre los terremotos de la actual tecnología.

En el mundo, el diarismo soporta embates, crisis y caídas. ¿Cómo entonces no celebrar que en el Uruguay sigamos teniendo cada mañana un manojo de páginas que predican en editoriales severos, y sin cerrarse a nada, recogen rigurosamente todas las opiniones y controversias y pulsan todos los gustos, ansias y esperanzas de la República?

Hace un siglo, las primicias se sellaban con la marca indeleble del diario que las lanzaba. Hoy, en pocas horas se decoloran en las redes y se disuelven en una fosa común.

Cuando esta casa nació, el diarismo se hacía con parsimonia en la Redacción y con pesadez de plomo en el taller. Ahora en la era digital, la hora de cierre es cualquier minuto y el diario da la vuelta al mundo a la velocidad de la luz. ¿Cómo no estremecerse entonces al celebrar que, por encima de éxitos y zozobras, El País traspasó el siglo? ¡Triunfo empresarial!

Pero un diario, aun exitoso y dominante, es mucho más que una empresa. Un diario es un esfuerzo privado, derramado hacia el interés público. Es una dación. Es una inspiración, un alma.

En nuestra comarca, de esa costilla nacieron todos los diarios. El Bien Público, creado por Juan Zorrilla de San Martín en 1878 para defender al catolicismo frente al espiritualismo liberal y al positivismo. El Día, fundado en 1886 por José Batlle y Ordóñez para sustentar ideales republicanos sin guerra de clases. La Mañana, lanzado en 1917 por Pedro Manini Ríos para combatir al Batllismo. Y El País, que fundaron en 1918 Leonel Aguirre, Eduardo Rodríguez Larreta y Washington Beltrán Barbat, para encarar, desde la independencia de una trinchera blanca, las esperanzas que iba a abrir la nueva Constitución.

Conocí la Redacción de esta casa -Plaza Cagancha, local compartido con El Plata- cuando publicaba “artículos” en la Tribuna Libre de la Juventud. Siendo yo batllista, lo natural era que me afincara en El Día. Ahí aprendí a dialogar con gente de La Tribuna, El Debate y El Sol. Reflejábamos amores y rechazos, pero es con ternura que uno recuerda los reproches y los puntazos estilísticos de los bellos tiempos en que las campañas se hacían con ideario propio y abierto -y no por ideas ajenas, compradas a billetera abierta.

Pronto intuí que por encima de insignias y militancias, la libertad de prensa construye una malla muy diversa pero armónica y única -una auténtica unidad espiritual- que, con sus énfasis contrapuestos, enseña al ciudadano a sentir, pensar y distinguir públicamente los talentos y las virtudes.

Un día de 1996 acepté el ofrecimiento insistente y generoso de los inolvidables Washington Beltrán Mullin y Daniel Scheck para que escribiese esta columna. No imaginé que la aventura iba a durar más de dos décadas. Tampoco imaginé que, tras haber vivido el Uruguay del vodevil, la comedia, el drama y la tragedia, tuviéramos que aplicarnos a luchar, en 2019, para reconstruir las bases de la convivencia republicana, derrotando la corrosión de la ignorancia y el fanatismo.

No lo apunto con melancolía, porque el eterno retorno es la razón por la cual no muere la libertad crítica y creadora, alma de la palabra y materia prima de los diarios.

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