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La muerte de un librero

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Murió Julio Moses. Hace más de 40 años, al costado de Berhouet, vendía libros usados en la feria de Tristán Narvaja. A principios de los 70 compró Oriente-Occidente, en la calle Cerrito: sus vidrieras dejaron lo esotérico-teosófico y se nutrieron de historia, literatura, psicología, arte, filosofía. Hace una década se mudó a Rincón y Juan C. Gómez; y saltó a Internet, para negociar afuera las obras valiosas que el Uruguay atesoró mientras no postergó la cultura para perseguir el desarrollo económico –errando en tomar por contradictorio lo que es complementario.

Murió Julio Moses. Hace más de 40 años, al costado de Berhouet, vendía libros usados en la feria de Tristán Narvaja. A principios de los 70 compró Oriente-Occidente, en la calle Cerrito: sus vidrieras dejaron lo esotérico-teosófico y se nutrieron de historia, literatura, psicología, arte, filosofía. Hace una década se mudó a Rincón y Juan C. Gómez; y saltó a Internet, para negociar afuera las obras valiosas que el Uruguay atesoró mientras no postergó la cultura para perseguir el desarrollo económico –errando en tomar por contradictorio lo que es complementario.

Bajo la dictadura, en la librería nos topábamos con una pléyade de hombres libres, liderada por Pivel Devoto que, por vivir los dolores patrios como propios, hizo que su saber histórico se volviera filosofía y encarnó en su persona la verdad —acuñada por Croce— de que una vez elevada a conceptos, la historia deviene filosofía.

Le comprábamos libros inalcanzables. Repetíamos el milagro de corporizar siglos en papel, aprendido de Lamas en El Librero de la Feria, Tarino en la esquina de la Universidad, Maestro en Feria del Libro, Oliveras en 18 casi Cuareim –donde César Batlle Pacheco tuvo siempre cuenta abierta a su sobrino Jorge para que comprara libros a su gusto. El clima señorial del último local de Moses nos revivía hitos: El Palacio del Libro, Barreiro...

Toda librería con fibra es un templo, lo mismo a la intemperie y bajo llovizna en las mesas domingueras de Paysandú y Fernández Crespo que en los finos anaqueles montados por Linardi y Risso para seguir su septuagenaria batalla por el libro nacional y latinoamericano. Al costado de la computadora —sucesora de la Remington gris que me regalaron mis padres cuando terminé 4º de liceo—, veo los tomos que acumulé —rústicos y encuadernados, escritos hace 2.500 años o anteayer— y siento que la muerte de un librero lo deja entero y vigente en la perennidad de las páginas que, desde su negocio, sembró a todos los vientos-como Larousse.

Inventada la imprenta, la libertad de las ideas se multiplicó exponencialmente. Tras la temporada donde 140 caracteres en Twitter parecieron arrumbar el pensamiento orgánico, el libro vuelve hoy a rondar el alma colectiva, pues construir una persona y una nación exige mucho más que estornudar respuestas súbitas: hace falta discurrir hasta el límite de la conciencia, saliendo del mensajito y saltando las fronteras mentales de las especialidades para armar pensamiento en serio.

Amigo lector, acaso sienta usted que este viernes cambió la temática de mi columna. Y no: defender la misión inter-generacional del libro —clásico, raro, conservador o revolucionario, teórico o poético— es apuntar a la raíz misma de las angustias públicas. El país, traspasado de olvidos injustos y bandeado de decadencias, ya se enteró de que decirse de izquierda no implica pensar con independencia: ante pústulas como la de Pluna, es cómodo pasar silbando bajito. Pues bien: en ese contexto, lo urgente es reflexionar. Tal misión sólo se cumplirá si el pueblo —en vez de dejarse llevar por luchas intestinas, chacras de poder y unicatos— forja principios claros y construye normas firmes por diálogos que superen las fronteras de tiempo, espacio e ideologías.

Esa síntesis anida en la luz de los libros viejos y nuevos que el Uruguay debe reabrir, en vez de seguir atizando menosprecios que inducen al fanatismo y adulando perezas que fabrican zombis.

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Leonardo Guzmán

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