Las críticas de nuestro Presidente a los regímenes políticos de Cuba, Venezuela y Nicaragua han ocupado la primera plana de los medios nacionales y generado repercusiones en el ámbito continental.
No es mi propósito referirme a esta controversia considerada en sí misma. Es más que aceptado que Cuba, sometida desde hace sesenta años a un gobierno de partido único constituye una dictadura comunista. Similar a otras tantas que en el mundo han sido. En tanto Venezuela y Nicaragua, también ambas son burdos despotismos. Aún si en ocasiones se permite realizar elecciones, es una farsa decorativa, más que una realidad. Por eso, a lo que me interesa aquí referirme es a las sostenidas objeciones que a los pronunciamientos presidenciales formuló la oposición frenteamplista uruguaya.
De estas también descarto las de quienes las desestiman por razones doctrinarias (los reparos de los demócratas burgueses son falsos por naturaleza), tal el caso del Partido Comunista Uruguayo. Admitirlas sería como continuar polemizando sobre si el feudalismo explotaba a sus siervos o si Stalin o Hitler fueron dictadores totalitarios. El tema ya está laudado. Sí me detendré en las respuestas del resto del Frente. Según éste, nuestro gobierno no puede opinar sobre estados extranjeros, cualesquiera sea su naturaleza institucional; hacerlo -sostiene- resulta violatorio del principio de “No Intervención, eje inamovible de la política internacional uruguaya.
Lo que sorprende es el error y la desmesura de esta afirmación. Nada más natural que un país pequeño como el nuestro proclame en todos los ámbitos la necesidad de proteger la democracia y sus valores universales, denunciando, cuando es del caso hacerlo, las violaciones de los mismos. Se trata de una forma, la mejor de ellas, de protegerse a sí mismo.
Implica valerse de una tradición fundada en principios y defenderlos siempre que resulten cuestionados y la ocasión lo justifique. Lo que no constituye ignorar el principio de “NO INTERVENCIÓN”, (la abstención de toda nación de intervenir directamente en los asuntos de otras), sólo supone opinar, en defensa de los principios democráticos sobre prácticas políticas ajenas. Particularmente, cuando lo que está en juego es el respeto de los derechos humanos, sea cual sea la nacionalidad de sus portadores.
En este caso fue en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), reunida en México, donde nuestros Presidente desarrolló sus reparos. No lo hizo en un Foro indeterminado sino en el ámbito de una Asociación Internacional dedicada a la integración de naciones relativamente cercanas, mancomunadas por una geografía, una cultura y una historia compartida.
Una organización que tiene entre sus objetivos promover la institucionalidad democrática y que como conclusión de esta reunión reafirmó en el punto 4 de su Declaración la necesidad del Estado de Derecho, ratificando que el mismo es “irreversible” y no admite ni interrupciones ni retrocesos.
Valores que nuevamente destacó en el punto 21 y 24 de la misma Declaración, haciendo expresa mención a los Derechos Humanos. ¿Es posible que en este ámbito y con estos objetivos explícitos, Uruguay permaneciera callado, avalando con su silencio un manifiesto de exaltación democrática, simultáneamente suscripto por Cuba, Venezuela y Nicaragua?