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Laicidad y valores sociales

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Los debates que se dieron en el llamado “Atrio de los Gentiles”, convocado por la Iglesia Católica a instancia del Papa Francisco, dieron una interesante oportunidad para repensar principios y cotejarlos con la realidad de este Uruguay socialmente fracturado, gobernado por un Frente Amplio cuyo “proyecto” muestra las pilas agotadas.

Los debates que se dieron en el llamado “Atrio de los Gentiles”, convocado por la Iglesia Católica a instancia del Papa Francisco, dieron una interesante oportunidad para repensar principios y cotejarlos con la realidad de este Uruguay socialmente fracturado, gobernado por un Frente Amplio cuyo “proyecto” muestra las pilas agotadas.

Para empezar, es importante que la Iglesia Católica considere que la laicidad está en el “ADN” de la democracia uruguaya. Revela una relevante evolución de su pensamiento que nos importa reconocer, desde nuestra convicción republicana y laica y, en lo personal, desde nuestro agnosticismo filosófico, alejado de las creencias religiosas.

El hecho es que el Uruguay ha preservado el valor de esa laicidad, fundamental en su evolución democrática, desde que José Pedro Varela impulso su célebre reforma de la “escuela laica, gratuita y obligatoria” que ha recorrido con éxito la historia nacional. En los últimos años ha quedado claro, además, que esa laicidad no suponía enfrentamiento del Estado a las religiones, sino neutralidad, imparcialidad entre las diversas opciones. Laicidad es ante todo libertad de conciencia, igualdad de derechos para todos y un Estado en cuyo ámbito no cabe el proselitismo religioso. Por esa razón, en 1906 se quitaron los crucifijos de las iglesias y todo el mundo ha vivido en paz, sin sentirse violentado o coaccionado por simbología alguna. Esta misma razón es la que me llevó hace poco -por ahora con poco éxito- a sostener que el velo islámico de la jóvenes musulmanas no debía aceptarse en nuestros establecimientos de educación del Estado, por ser un ostensible signo de una religión y, además, un inaceptable símbolo de subordinación de la mujer. Justamente, si hay un tema en que la lucha de la filosofía liberal ha sido particularmente relevante es en la liberación de la mujer en el siglo XX, subordinada tradicionalmente por todas las religiones monoteístas.

Nuestra República ha evolucionado hacia una laicidad en la que convergen todas las corrientes del pensamiento, que no sólo se toleran sino que conviven democráticamente en un país de libertades. Por esa razón, propusimos en su tiempo que permaneciera la Cruz que conmemoraba el hecho histórico de la primera visita de un Papa al Uruguay, líder espiritual de una religión que ha sido mayoritaria en el país y Jefe del Estado Vaticano. El tema fue muy discutido pero por ley se resolvió favorablemente, estableciendo la buena doctrina sobre la materia. Otro hito fue la superación del monopolio universitario del Estado por la autorización, primero de la Universidad Católica y luego de otras Universidades, representativas de otras tendencias filosóficas pero todas pluralistas en su ejercicio, que han enriquecido la vida cultural y democrática del país.

Nadie puede decir, entonces, que la histórica laicidad uruguaya se mantiene con tonos opresivos. Del mismo modo que no es aceptable el criterio de que ella tenga algo que ver con la declinación de algunos valores que se observan en nuestra sociedad. Algunos valores se han hecho relevantes, como los derechos humanos en general, pero otros es verdad que han retrocedido, aunque por otras circunstancias. Si hoy, por ejemplo, la familia tradicional está debilitada no es un fenómeno uruguayo ni vinculado a la secularización de la sociedad sino a tendencias universales vinculadas a otros procesos sociales.

En ese terreno un desafío es el fundamentalismo cientificista, que más allá del efecto liberalizador de la ciencia, desborda sus consecuencias. La psicología, por ejemplo, que ha abierto nuevos horizontes a la humanidad, malentendida y deformada, con el tema del trauma y de la discriminación, ha tergiversado los ámbitos educativos al punto que un examen, o una nota mala, parecerían ser un delito. La consecuencia es la pérdida de disciplina y de ética del trabajo, porque da lo mismo estudiar que no estudiar, aprender o no aprender. Todo lo cual deriva en una pedagogía para la cual evaluar resultados es neoliberalismo y premiar la excelencia es elitismo. Y ni hablar que cuidar los edificios e imponer corrección de modales (como ocurre en los establecimientos privados, para vergüenza de los del Estado), se juzga como autoritarismo.

Algo parecido podríamos decir de las concepciones materialistas, con su arrasadora tendencia a la igualación hacia abajo, su castigo del éxito, su condena a la superación, que llevan al desánimo y la falta de incentivos que provocó el derrumbe de los regímenes socialistas, por su falta de productividad. Prueba de lo cual es el fracaso, aquí y ahora, de los planes del Mides, que no han logrado la menor reversión de los fenómenos de exclusión que sufrimos.

En un orden más universal el otro gran enemigo de la laicidad es el fundamentalismo islámico, del que no estamos inmunizados, aunque lo pretendan los de las teorías permisivistas en la materia.

No confundamos conceptos, entonces: la secularización le hizo bien al Estado, al que lo despojó de sectarismos; a la ciudadanía, a la que protegió en sus libertades; y bien a la Iglesia, a la que destinó a su rol espiritual, sin contaminaciones administrativas, como las que -en países hermanos- coartan su libertad a cambio de subvenciones y prebendas. Nuestra república tiene en la laicidad uno de sus pilares y felizmente sigue y seguirá firme.

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Julio María Sanguinetti

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