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La anomia social

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Julio María Sanguinetti
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En su célebre reportaje del mes de mayo, el Inspector Layera hizo referencia a que eran necesarias medidas legales aunque antipáticas, como —por ejemplo— controlar los ingresos a los liceos. El problema, dijo, es que "hemos caído en una anomia social en la que no se cumplen las leyes y nadie hace nada para hacerlas cumplir estrictamente". El concepto de Émile Durkheim, padre de la sociología, está perfectamente empleado, porque en su versión originaria es justamente ese estado de la sociedad en que los vínculos se debilitan y se hace imposible la integración y regulación adecuada del comportamiento de las personas.

Esta seria reflexión de un gran policía profesional nos vino instantáneamente a la memoria cuando leímos una crónica sobre del debate surrealista que se planteó en la Facultad de Ciencias Sociales, donde un centenar de personas sin techo (o que duermen en refugios y deambulan por la calle) desde hace meses ocupan sus espacios, duermen, se pelean, ensucian los baños y otros desastres parecidos. La situación llegó a un punto en que la Facultad cerró su sala de informática temporalmente mientras se intentaba resolver la situación, que fue tema de estudio para un grupo de trabajo que propuso una serie de medidas. Las mismas llevaron a una controversia entre el Decano y los otros consejeros docentes (entre ellos, nada menos que Gerardo Caetano), quienes no aceptaban ocupar su cargo por licencia por no sentir que hubiera condiciones para ejercer con normalidad el decanato. Especialmente si se aprobaban esas recomendaciones que, prácticamente, incluían a los intrusos en la vida normal de la institución universitaria.

Lo que se concluye es que la Facultad no tiene claro que su rol es enseñar e investigar y no albergar esa población indigente, que ha crecido durante los gobiernos frentistas (desde 2011 se estima que aumentó 53% la población en situación de calle). Para ese sector vulnerable de la sociedad hay un Ministerio de Desarrollo Social y un enorme presupuesto del Estado. El propio Intendente de Montevideo se dirigió por carta al Presidente de la República denunciando la situación. Sin duda, ella es grave, pero las respuestas deben ser institucionales, conforme las leyes y a su sana aplicación. Con el mismo criterio con que invaden una Facultad, los "sin techo" invadirán la Casa de Gobierno, a título de que también está para atender a los desposeídos.

El episodio podría ser simplemente folclórico si no fuera porque esa situación de claudicación de hecho de la legalidad no se repitiera en todos los ámbitos. Por ejemplo, el Codicen ha aceptado en silencio que uno de sus miembros, electo además por los profesores, sea "escrachado" por un grupo de gremialistas que llaman a detener las clases cada vez que él, en ejercicio de su cargo, visita un establecimiento. O sea que la autoridad máxima de la educación nada se atreve a hacer —por temor a las entidades gremiales— ante un desaca- to abierto a uno de sus miembros. ¿Cuál es el mensaje que le da ese Consejo a la comunidad educativa sobre la legalidad republicana? ¿Con qué autoridad puede lograrse que los muchachos entiendan los conceptos de Estado de Derecho y Orden Público, cuando el máximo cuerpo jerárquico se esconde y se calle ante semejante atropello contra uno de sus miembros?

Hace pocos días, en un liceo de Maldonado se vivió el escándalo de la difusión en las redes de un acto sexual de unos alumnos. La Directora los sancionó con 15 días de suspensión, pero el Consejo de Secundaria dejó sin efecto la medida para dar espacio a unas actividades pedagógicas preventivas de esos excesos. Por supuesto, estas podían haberse desarrollado sin menoscabar la autoridad de la Directora, como desgraciadamente ocurre en la generalidad del sistema donde esos jerarcas, eje central de cualquier comunidad educativa, han perdido toda validez institucional, acosados por las delegaciones gremiales, abandonados por sus Consejos, desestimulados hasta en los ingresos y carentes de estabilidad.

En las relaciones entre capital y trabajo, a cada rato se viven episodios escandalosos, en que la ley yace huérfana. Sin ir más lejos, hasta la OIT, la entidad internacional que protege los derechos de los trabajadores, ha dicho que las ocupaciones no son una extensión del derecho de huelga, pero eso en el Uruguay no reza. Se ocupa primero y después se habla.

Richard Read ha dicho —con justicia— que el sindicalismo no está para amparar vagos sino para defender a los buenos trabajadores, pero a Conaprole se le obligó a retomar a un empleado que había sido filmado robando. Recordamos que hasta se llegó al borde de un paro nacional de transporte por un guarda de una empresa de ómnibus coloniense, que había abandonado su puesto para ir a un partido de fútbol y el asunto solo se resolvió cuando otra empresa se hizo cargo de darle trabajo al muchacho alegre e irresponsable.

Donde la anomia rompe los ojos es en materia de delitos. El 50% de los homicidios no se aclaró el año pasado y en estos primeros ocho meses del año venimos igual. En el resto de los delitos (hurtos, rapiñas, etc.) según lo han dicho el Fiscal de Corte y el expresidente de la Suprema Corte de Justicia, Dr. Chediak, solo se aclara el 9%. No hace falta agregar que ya los delitos comunes ni se denuncian. O sea que hay una impunidad de hecho por el decaimiento generalizado de la legalidad.

El andamiaje institucional histórico de este país es fuerte. Las elecciones son libres y las autoridades legítimas. Pero la ley está cada día más vacante. De hecho, y poco a poco, el poder público se ha ido desvaneciendo. La vida social y laboral va perdiendo códigos, cada cual hace "lo que se le canta" y, como decía Valéry, queremos entrar al nuevo tiempo caminando de espaldas…

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