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Juan Oribe Stemmer
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A pesar de la crisis económica y que el caudal electoral del chavismo y, ahora, del madurismo, no ha cesado de caer, el régimen se ha consolidado en el poder.

La elección parlamentaria de 2015, cuando la oposición logró dos tercios de los escaños en la Asamblea Nacional, despertó la esperanza de que comenzaba un proceso de retorno a la democracia en Venezuela. Sin embargo, desde aquella derrota, la estrategia del régimen ha sido recortar el poder de la Asamblea Nacional.

Poco antes de que asumiera la nueva Asamblea, Maduro designó a simpatizantes del régimen como miembros del Tribunal Supremo de Justicia. Ello le aseguró el control de dos de los tres poderes clásicos: el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. A lo que se sumaba su dominio del Consejo Nacional Electoral.

A principios del 2016, el Tribunal Supremo alegó que durante la elección parlamentaria se habían producido irregularidades y dejó sin efecto la elección de cuatro miembros de la Asamblea.

A fines de marzo, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo dictó las sentencias N° 155 y N° 156, que le permitieron al Tribunal asumir los poderes legislativos de la Asamblea Nacional y limitaban la inmunidad parlamentaria de sus miembros. El Poder Judicial (dominado por partidarios del régimen) desplazaba al Poder Legislativo (donde tenía mayoría la oposición).

La barbaridad fue tan grande que Maduro se vio obligado a convocar el Consejo de Defensa Nacional que exhortó al tribunal a revisar los fallos. Los distinguidos juristas accedieron con toda rapidez.

A principios de mayo, Maduro convocó a elecciones para una Asamblea Nacional Constituyente. La votación se realizó en medio de críticas y acusaciones de fraude. La oposición no se presentó a las elecciones. Fue un error. El partido del gobierno ahora domina la Asamblea Constituyente. Este cuerpo, convocado para reformar la Constitución, ha mutado en un poder legislativo paralelo y permanente que ha desplazado a la Asamblea Nacional.

El gobierno venezolano ha enfrentado con habilidad y dureza a la oposición interna y externa. En lo que se refiere a la primera, basta mencionar el proceso iniciado contra la Fiscal General (que, recordemos, reivindicaba el pensamiento de Chávez). La Fiscal debió pedir asilo político y su cargo fue ocupado por un funcionario leal a Maduro.

En sus relaciones exteriores, el gobierno venezolano ha conseguido neutralizar las mociones de censura que propusieron la mayoría de los países latinoamericanos en el seno de la OEA gracias a la combinación de dos eficaces instrumentos: el petróleo barato que envía a varios países de la región, y el apoyo de una proporción sustancial de las izquierdas de la región.

Cada vez más, el fundamento principal del régimen se encuentra en las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia. Hace unos días el gobierno destituyó dos altos funcionarios vinculados a la industria petrolera acusándolos de corrupción, y los reemplazó por un mayor general. Las FF.AA. están a cargo de un creciente número de cargos políticos y administrativos.

La duda era si el gobierno de Maduro es una dictadura cívico-militar o, más bien, una dictadura militar-cívica. Ahora gana ésta.

El 2017 puede haber sido un buen año para Maduro pero ha sido uno pésimo para la sociedad venezolana.

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