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No es la solución

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Juan Oribe Stemmer
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¿Cuál es el propósito de privar de su libertad a una persona por haber cometido un delito?

Es posible pensar, rápidamente, en tres grandes posibles fines: el castigo de la conducta que contraría determinados valores considerados como esenciales por la sociedad (la vida de la víctima, la salud, la libertad, la propiedad, etc.); separar al preso de la sociedad durante determinado tiempo, con el fin de reeducarlo y darle una nueva oportunidad en la vida; y, por último, sencillamente separarlo de la sociedad con el propósito de proteger a ésta última de las consecuencias de la conducta del delincuente. En síntesis: retribución, reeducación o aislamiento.

En nuestro país la Constitución se vuelca a favor de la segunda posibilidad. Su artículo 26 estipula, primero, "Que a nadie se le aplicará la pena de muerte"; y después: "En ningún caso se permitirá que las cárceles sirvan para mortificar, y si solo para asegurar a los procesados y penados, persiguiendo su reeducación, la aptitud para el trabajo y la profilaxis del delito". La voz profilaxis significa "Preservación de la enfermedad". La inclusión de este término médico en el texto constitucional es reveladora.

El incremento de los delitos y su creciente violencia, en los últimos tiempos (en realidad la culminación de un proceso de largo plazo bien conocido), causan alarma en el seno de nuestra sociedad. No se trata solamente de los delitos más espectaculares que recogen los titulares de la prensa, sino de los pequeños atropellos diarios. Los arrebatos, las rapiñas, los robos forman parte de la vida cotidiana. La consecuencia es el miedo que desplaza la discusión racional y corroe los fundamentos de la convivencia.

Pero, ¿es razonable suponer que poner más compatriotas entre rejas y por más tiempo conducirán por si solos a detener el incremento de los delitos?

Los números no parecen respaldar esa hipótesis.

La tendencia de largo plazo es de una tasa de incremento de la cantidad de personas privadas de liberad que supera ampliamente la tasa de aumento de la población. A lo que podríamos agregar que esa tendencia se mantuvo a pesar del período de prosperidad que ahora comienza a marchitarse.

En 1990 nuestro país tenía 3.1 millones de habitantes y 2.791 reclusos. En el 2009, la población carcelaria ascendía a aproximadamente 8.500 presos en 3,3 millones de habitantes. En el 2017, la población carcelaria ya era de 11.103 personas en una población de 3,5 millones. Según CERES, (estudio "Privación de libertad y reinserción social en Uruguay", publicado en mayo 2017) entre 1990 y 2016 la población privada de libertad creció a una tasa promedio anual del 5 % anual.

La proporción de conciudadanos presos aumentó de 90 reclusos cada cien mil habitantes en 1990, a aproximadamente 254 en el 2009 y 322 el año pasado.

Pero, lo grave no es solamente el incremento del número de presos, sino también las condiciones en las cárceles.

El estudio de CERES concluyó que tres cuartas partes de los reclusos padecía de algún grado de consumo problemático de drogas, sin recibir tratamiento. Y agrega: "La violencia carcelaria y la reincidencia son sus más directos resultados. Los aciertos o desaciertos cometidos durante la privación de libertad se trasladan a plazo a la sociedad, con la libertad de cada recluso".

Quien siembra vientos cosecha tempestades.

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