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Todo un modelo

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JUAN ORIBE STEMMER
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La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, llegó a Venezuela para conocer directamente la situación en el paraíso bolivariano.

Una de sus primeras experiencias fue la reunión con el canciller Jorge Arreaza. Al finalizar el encuentro el ministro informó que había compartido con la funcionaria de Naciones Unidas, “el modelo de protección social y de garantía de los derechos humanos” de que goza ese país desde hace dos décadas. Todo ello fruto de los desvelos de Chávez y su heredero, Maduro.

Los méritos y beneficios del modelo han quedado en evidencia, de la forma más clara posible, en estos mismos días. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados, informaron que el número de refugiados y emigrantes venezolanos ha alcanzado los cuatro millones y sigue aumentando. En una escala mundial, el éxodo solamente es comparable al de Siria, con 5.6 millones.

El incremento de la emigración venezolana es asombroso. Pasó de 646.134 personas a fines del 2015, a 3.929.560 a mediados de este año, según la información de las autoridades de migración nacionales y de otras fuentes. Una característica de esta emigración es que la mayoría no solicita protección internacional a través del instituto del asilo, sino que prefiere gestionar la residencia, como una forma mejor para integrarse en sus nuevas sociedades y tener acceso al empleo para construir una nueva vida.

Los emigrantes se dirigen principalmente a Colombia (que alberga aproximadamente 1,3 millones de venezolanos), Perú (768.000), Chile (288.000), Ecuador (263.000), Argentina (130.000) y Brasil (96.000). Nuestro país también recibe emigrantes venezolanos.

El modelo a que hizo referencia el Canciller venezolano hace tiempo que está en crisis.

Para tener una idea, el índice de prevalencia de la subalimentación en la población total pasó de 10,5 en el período 2004-2006, a 11,7 en el período 2015-2017 (FAO). En el caso de nuestro país, ese índice bajó de 4,3 a menos de 2,5. Y aquel aumento se produjo en un país que tiene algunas de las principales reservas de petróleo mundiales.

Claramente hay que está mal. Muy mal.

Lo que padece Venezuela no es una catástrofe natural ni una gran epidemia. Tampoco una guerra civil, como en Siria. La causa de sus males es política: un régimen inepto cuyos cimientos son un partido político hegemónico, las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia (controlados por Cuba), y la miseria de la población. Todo construido sobre los cimientos de una de las peores cleptocracias. De acuerdo al índice de percepción de la corrupción elaborado por Transparency International, Venezuela se encuentra en el lugar 168 (en un total de 180 países), casi en la misma posición de que Irak. El Uruguay se halla en el lugar 23.

A lo que se suma un poderoso elemento legitimador: un discurso de izquierda que le ha ganado simpatizantes en el resto de la región. Aunque, para cualquier observador más o menos informado, será difícil entender que tiene que ver el régimen de Maduro con el socialismo.

También debe tener su influencia la red de corrupción que, en las épocas más prósperas, tejió Chávez (recordemos las valijas de Antonini Wilson).

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