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JUAN ORIBE STEMMER
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El artículo sobre los cambios en la organización de las familias uruguayas desde el retorno de la democracia, publicado por El País hace dos semanas, contiene noticias positivas y, también, señala desafíos importantes para el futuro de nuestra sociedad.

Las buenas noticias incluyen la disminución de la mortalidad infantil: en 1985 fallecían anualmente casi 30 niños por cada 1.000 niños que nacían vivos. Hoy esa tasa disminuyó al 6,6 %. Otro progreso es la disminución del embarazo adolescente entre las jóvenes pertenecientes a todas las clases sociales.

Quizás los principales desafíos sean el rápido envejecimiento de la sociedad uruguaya y los importantes cambios en la estructura de la familia.

Las estimaciones y proyecciones sobre la evolución de la población de nuestro país que elabora el Instituto Nacional de Estadística muestran como aumenta el porcentaje de población de más de 65 años de edad a través de los años. En 1996 ese grupo de edades representó el 12,6 % de la población total; en la actualidad se estima que es el 14,6 %; y las proyecciones indican que aumentará al 16,9 % en el 2030 y al 22,30 % en el 2050. A medida que aumenta la proporción de personas dependientes (niños, jóvenes y ancianos) en la población total, disminuye la parte de la población activa. El resultado es que proporcionalmente menos personas en edad de producir deberán generar la riqueza para velar por más personas dependientes. A lo que se suma el hecho de que una mayor longevidad se asocia a costos más altos de medicinas, tratamientos médicos más costosos, asistencia social y otros gastos inevitables.

Este desafío se ve agravado por un notable cambio en la estructura de las familias.

Los síntomas de ese cambio (¿evolución, involución?) son varios.

Primero, disminuye el número de casamientos y aumenta el de las uniones libres. Las parejas que viven en esta situación se han multiplicado por cinco desde 1985. Segundo, en una primera etapa se produjo un aumento del número de divorciados, aunque ahora se mantienen estables, probablemente debido a la caída en el número de matrimonios. Tercero, no solamente se contraen menos matrimonios, sino que las parejas se casan más tarde. Cuarto, las parejas eligen tener hijos en una etapa más avanzada de la vida y tienen menos hijos. Una consecuencia es que la tasa de fecundidad ha caído hasta 1,6 hijos por mujer en edad reproductiva, por debajo de la tasa de reemplazo.

Finalmente, anota el artículo, “las viviendas de padre o madre solos con hijo/s aumentaron de 8,5 % a 11,1 %. Y en contrapartida, los hogares extendidos (con parientes más allá del núcleo básico) y compuestos (con personas no parientes) descendieron”. Eso significa un cambio sustancial en la estructura de la familia de nuestros abuelos, donde convivían varias generaciones bajo un mismo techo y, con todos los problemas que ello podía aparejar, se apoyaban y complementaban entre ellos.

Por un lado, tenemos más personas de edad avanzada que viven más tiempo y que necesitan por más tiempo de los cuidados y apoyos que antes daba la familia extendida. Por el otro, desaparece la familia tradicional y tenemos pequeños núcleos formados por los padres (no siempre unidos por el matrimonio) y uno o dos hijos que no tienen ni los medios, ni el lugar ni la cultura de velar por sus padres y abuelos.

No es un panorama muy alentador.

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