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El enchastre

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Juan Oribe Stemmer
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Montevideo es el objetivo de una despiadada ofensiva emprendida por sus propios habitantes. Las causas más fundamentales de esa violencia autoinfligida incluyen la falta de cultura, una ausencia de sentido de comunidad, la indiferencia y el desamor por la ciudad que habitamos.

Esos defectos no son específicos del carácter del uruguayo en general, sino que son una desagradable faceta propia del montevideano. Lo demuestra una visita a cualquier ciudad del interior, donde predominan la limpieza, el cuidado y el respeto por el entorno. Gobiernos locales con muchos menos recursos que en la capital consiguen conservar sus calles limpias y prolijas.

Los montevideanos nos hemos lamentado durante décadas por el estado de las calles y veredas de la ciudad pero no somos capaces de resolver un problema tan elemental. Aceptamos las deficiencias del sistema de recolección de basura con sus contenedores rebosantes de desperdicios (cuando no derramados al costado) y continuos paros. El ciudadano retorna a su hogar, cierra las rejas, desconecta la alarma y musita una plegaria agradeciendo que esta vez no lo hayan rapiñado.

Sobran las ventanas rotas de Giuliani. Abundan los síntomas de anomia. Es un complejo de problemas. Cada uno de ellos contribuye a su manera al deterioro de la calidad de vida y minan los elementos básicos que sostienen la armoniosa convivencia en una sociedad.

Un ejemplo de esas fuerzas destructoras son los constantes atentados contra las fachadas de edificios públicos y las casas de los vecinos. No son los auténticos grafitis que revelan talento y dominio de la técnica, producto de un esfuerzo importante, y que consiguen un buen efecto estético y conceptual. Estos pueden mejorar el panorama urbano. Pienso en la epidemia de garabatos y dibujos sin sentido que afean las fachadas de las casas de muchas calles de Montevideo.

No hay pared que se les escape.

Un ejemplo: la fachada del nuevo edificio de la Escuela de Artes y Artesanías Dr. Pedro Figari, sobre la calle peatonal Nuestra Señora de la Encina. Los azulejos de vívidos colores de la fachada han sido atacados por esos seudo grafiteros. Los esfuerzos para limpiar sus logros estéticos no consiguieron recuperarlos totalmente. Resultado: lo que era una linda fachada al estilo Mondrian ahora tiene manchones y raspaduras.

Otro ejemplo: la Facultad de Arquitectura. Las autoridades universitarias realizan esfuerzos importantes (y seguramente muy costosos) para mantener prolijas sus amplias fachadas. Es una preocupación digna de elogio. Pero, otra vez, los anónimos enchastradores sienten, por algún misterioso motivo, que tienen derecho a dejar su marca y arruinar tantos esfuerzos.

La situación es aún peor en el caso de las casas de los vecinos. Manchas, garabatos, mensajes y consignas. De todos los colores. Y todos trazados con pinturas persistentes que penetran en el material de la fachada y son muy difíciles y caros de limpiar.

Esas acciones perjudican directamente a los edificios públicos (que son de todos) y privados (que pertenecen a sus propietarios). Son actos egoístas que causan un daño directo, evidente y mensurable. Pero, quizás, en el largo plazo, lo más grave es la contribución que hacen a la evidente degradación del panorama de la ciudad y como atacan la ya debilitada convivencia en nuestra sociedad urbana.

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