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Uruguay I

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JUAN MARTÍN POSADAS
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Fue en la primavera pasada que escribí lo que el lector va a encontrar a continuación; pero no lo mandé.

Me pareció que podía prestarse a confusión o malas interpretaciones. Me he decidido a enviarlo ahora y que sea publicado porque creo que hay cosas que el Uruguay no debe olvidar. Cuando a diario se registran tantas manifestaciones de lo peor de nosotros mismos es bueno rememorar y volver a evocar, aunque no haya motivo concreto para ello, los rasgos del Uruguay memorable.

La semana que viene voy a escribir sobre la saga del rescate del Greg-Mortimer y este domingo sobre la despedida conjunta de Sanguinetti y Mujica en el Senado con un abrazo.

Mujica y Sanguinetti, dos expresidentes (uno, dos veces), dos grandes dirigentes políticos que dejaron huella, se podrían haber retirado cada uno por una puerta dejando sobre el pupitre de presidencia del senado sus cartas de renuncia. Tampoco importaba ni importó mucho el contenido de sus respectivos discursos. Pero se dieron un abrazo. A ese tipo de actitudes o posturas nos referimos cuando decimos, volviéndonos a asombrar cada vez: eso no pasa en ninguna otra parte del mundo.

Ese acto, ese gesto, no fue de ellos, fue del Uruguay. Lo habilitó el Uruguay. Lo preparó el Uruguay durante generaciones. No fueron ellos dos quienes redactaron el libreto de esa liturgia: se ajustaron espontáneamente a una partitura dada: la del origen, la que explica -nos explica- a ojos de los extraños y aun a nuestros propios ojos. Ese día se expuso en el Senado una marca distintiva del Uruguay.

Los discursos fúnebres suelen ser un montón de cortés hipocresía y los discursos de despedida, cincuenta y cincuenta.

Lo que dijeron ese día los senadores presentes fue protocolar: un fondo congruente con lo que nadie había anticipado pero todos comprendían, sobrecogidos por la presencia de una fuerza todavía viva de la cual ellos y todos los uruguayos somos hijos y ninguno propietario.

Ese acto de abrazo entre Mujica y Sanguinetti lo produjo el Uruguay; lo propició, lo impulsó, lo obligó el Uruguay. Ninguno de los dos expresidentes tiene buen concepto del otro: más bien lo contrario. Se puede suponer con fundamento que ninguno de los dos haya tenido espontáneamente ganas de abrazarse con el otro. Pero ambos -no por inteligentes, que lo son, sino por uruguayos- se dieron cuenta que lo que se desarrollaba en ese momento en la sala del Senado no era con ellos, era con el Uruguay.

Quien consiguió que, no obstante la carga pasional de una vida de enfrentamiento, se dieran un abrazo, fue el Uruguay: la fuerza de una historia, el peso fecundo de una tradición. Es sencillamente gracias al Uruguay que esas dos personas, tan diferentes y políticamente tan enfrentadas, no se fueran, no se hubieran podido ir del campo de batalla, sin abrazarse.

Ese abrazo -que solo un hideputa envidioso puede haber interpretado como una pantomima marketinera pour la galerie- no responde ni a una claudicación de viejos ni a una generosidad personal de ninguno de los dos protagonistas: responde íntegramente a la fuerza y al peso del Uruguay: eso tan difuso pero, en ocasiones como esta, tan inconfundible que es el Uruguay.

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