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Un país dos naciones

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Cuando en España empezó el deshielo provocado por la propia senectud de Franco, los españoles lúcidos se preguntaban qué vendría después de la muerte del Generalísimo o, en otras palabras, qué España sería posible construir cuando fuera posible construir otra. En ese momento se dieron cuenta de que el problema era que había dos Españas. Ese asunto ocupó a políticos y pensadores, a la Iglesia y a los gremios, produjo libros, ensayos y debates innumerables. Era muy claro y era muy grave; había una España que había ganado la guerra civil y otra España que la había perdido. No habría futuro alguno y se daría lugar a una enorme traición al pasado sustancial y a la historia secular si no se llegaba a desembocar nuevamente en una sola España. Una nación con diversidades y diferencias, con regiones autonómicas y distintas tradiciones políticas (monárquica y republicana) pero con la convicción unánime de que España era una sola.

Nosotros los uruguayos estamos ante un problema bastante parecido: tenemos dos Uruguay. A esa alarmante realidad apuntaba lo que escribí aquí la semana pasada y lo que hace años vengo escribiendo por todos lados. No hay futuro para nosotros, sobre todo siendo un país pequeño entre dos gigantes, sin una concepción compartida de ser una nación. Un único Uruguay.

Yo pertenezco a un Partido y, por razones de edad, a una generación que se formó tomando como un dato de la realidad que el gobierno eran los colorados. Con noventa y tantos años seguidos de gobierno colorado, ¡qué quiere! Los blancos perdíamos siempre las elecciones, bramábamos de furia, gritábamos ¡viva los blancos! y empezábamos de nuevo. Sin embargo nunca hubo en aquella larga época ni un designio de exclusión de una parte ni un sentimiento de excluido de la otra. Toda la historia cívica del Uruguay, desde la Paz de Abril en adelante, es una historia de arreglos, de acuerdos, de coparticipación... La prolongada peripecia de un pacto de compadres que compartían ambos la convicción íntima de que sin el otro —aun porfiado y molesto como recíprocamente se lo sentía— no habría nación posible para ninguno. Los uruguayos de esa época, casi todos blancos o colorados, se sintieron a la par artífices de esta República. Esa sensación, por lo demás, correspondía a la realidad.

Ahora las cosas se encaminan de un modo que asusta y torna imposibles esos sentimientos. Hay una línea divisoria profunda. Tiene varias formulaciones (la formulación ideológica, muchas veces indicada, no es una buena explicación). Una de las formulaciones auténticas es la de una línea divisoria que se dibuja en torno a la lógica de ganadores y perdedores. Pero no ganadores y perdedores ocasionales sino definitivos: de un lado se ubican los que se ven como excluidos y del otro los que se sienten o son vistos como estando en posesión. Unos pretenden construir el Uruguay nuevo y otros pretenden mantener el Uruguay verdadero. Ninguno de los dos proyectos contempla la posibilidad de la integración o la colaboración del otro para lograrlo. Mejor dicho, lo que se percibe más allá de la retórica hipócrita, es que hay dos proyectos nacionales sólo practicables (los perciben así sus protagonistas) en la exclusión del otro proyecto.

La tragedia actual del Uruguay es la división en su alma. No se trata de una división ideológica ni política: es otra cosa y es más grave. Cuando una sociedad se divide la culpa nunca está de un solo lado. Coexisten dos Uruguay que no se hablan entre sí, que no se escuchan, que se miran por arriba del hombro con fría ajenidad. Antes de la invitación a buscar remedio a este estado de cosas es menester convencer de que aquí está, efectivamente, el problema más grave del Uruguay de hoy.

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