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La muerte del padre

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JUAN MARTÍN POSADAS
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Hemos escuchado en estos tiempos voces que, entre el asombro y el reproche, cuestionan la decisión de Ernesto Talvi de salirse del amparo de Sanguinetti y obligarlo a competir con él.

Ven como error y desperdicio no haber aprovechado tanto el prestigio como la incuestionable habilidad política del viejo guerrero; Sanguinetti es un jugador con diez goles de handicap en cualquier cancha y Talvi no lo quiso de titular.

Más resonante aún y levantando mayores perplejidades está la decisión, ya antigua y casi originaria, de Luis Lacalle Pou respecto a prescindir de la ayuda de su padre y de los integrantes de aquel gobierno. Muchos desaprobaron su decisión de rodearse de otra gente, formar otros equipos y de su padre ni siquiera una mención en los discursos.

Los que reprochan y se asombran no entendieron na-da: ni en un caso ni en el otro. Cuando la mano viene de renovación (no siempre viene así, pero ahora vino claramente) la lógica implícita, en cualquier paso que se tome y el rumbo que se elija, incluye -casi puede decirse que no solo incluye sino que prescribe- la muerte del padre.

Luis Alberto Lacalle Herrera y Julio María Sanguinetti están ambos en la categoría de pesos pesados de la política, cuentan con experiencia valiosa y baquía comprobada para el azaroso desempeño en la lucha política. Sobre eso no caben dudas. Pero sus nombres y sus hazañas están inscriptas, efectivamente con mayúsculas, pero en otro relato, un relato que se expresa y se dice con todos sus verbos conjugados en tiempo pretérito pluscuamperfecto.

El pasado tiene sustancia, la memoria contiene enseñanzas y, sobre todo, contiene continuidades, tanto históricas como institucionales. Todo eso es herencia sustantiva y riquísima que debe preservarse y atesorarse. Pero otra cosa son los liderazgos, los liderazgos verdaderos, es decir, aquellos que efectivamente dirigen y cuentan con seguidores dedicados y entusiastas. En este rubro no hay transmisión ni herederos.

Martínez, que también resultó ganador en la interna de su Partido, muestra algo de renovador pero solo a medias. Decidió por sí y sin respetar a los viejos caciques de esa tribu, el nombre de quien sería su compañera de fórmula. Pero la decisión de Martínez tiene dos fallas.

La primera es que todo proceso renovador genuino incluye el asesinato simbólico del padre y en el Frente Amplio de hoy eso es imposible porque las tres figuras paternas ya están muertas, han muerto de lo que podría llamarse muerte política natural. Quien no cree haber llegado a ese extremo es Mujica: muy pronto (en octubre) quedará en evidencia que él está tan muerto como los otros dos.

La segunda falla o el segundo obstáculo que enfrenta Martínez es que no le es posible hacer una campaña política de cambio y renovación que implicaría tomar distancia de los gobiernos frenteamplistas que le precedieron. Está obligado a defenderlos en toda la línea: de lo contrario perdería el apoyo de los frentistas inconmovibles (que no son todos pero son muchos).

No puede ni siquiera dar a entender que comprende la insatisfacción creciente en el país. En una palabra, no puede enterrar simbólicamente a nada ni a nadie y esa imposibilidad es la que abre para él las fauces de su derrota. Él no puede sino presentarse como defensor del pasado, de lo que ya fue. La mano viene de cambio, el cambio incluye la disposición positiva de desprenderse y sustituir; Martínez ha quedado a contramano.

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