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Fanatismos

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Nuestro país se encamina hacia el último escalón del proceso electoral: el ballotage. Este es un asunto interno que sólo a los uruguayos compete. No obstante ello, cuando el fragor de la lucha electoral se aquiete y los ánimos reencuentren el camino de la necesaria ecuanimidad, tendremos que pensar –volver a pensar- que el Uruguay vive en cierta parte del mundo, forma parte de una civilización, integra un sistema económico y tiene domicilio -aunque sea en los arrabales- en el espacio de la cultura occidental.

Nuestro país se encamina hacia el último escalón del proceso electoral: el ballotage. Este es un asunto interno que sólo a los uruguayos compete. No obstante ello, cuando el fragor de la lucha electoral se aquiete y los ánimos reencuentren el camino de la necesaria ecuanimidad, tendremos que pensar –volver a pensar- que el Uruguay vive en cierta parte del mundo, forma parte de una civilización, integra un sistema económico y tiene domicilio -aunque sea en los arrabales- en el espacio de la cultura occidental.

Es justamente ese lugar (histórico, cultural, geográfico, económico) que ha cambiado tanto, al punto de resultar desconocido para muchos de sus integrantes, tanto los que habitan el centro rico como los de los suburbios lejanos y pobres. Primero nos desconcertó la crisis económica, la codicia desenfrenada, el crecimiento financiero como única meta personal y único valor social, junto con la incapacidad de los gobiernos para pedir cuentas y ejercer controles al encumbramiento de los especuladores.
A continuación fue el fanatismo político-religioso lo que pasó a generar angustiosas preguntas sobre el mundo en que vivimos. Vastas regiones son trituradas por la violencia armada: para prohibir el pecado y consolidar un orden moral se destruyen ciudades enteras, se humilla sistemáticamente a las mujeres, se desplaza a millares de seres humanos, se bombardean poblaciones civiles y se degüella frente a las cámaras de televisión.

Ese mundo no es el nuestro, dirán algunos. Quizás; pero no está tan lejos. Hay más musulmanes en Alemania que en Túnez, más en Londres que en Alejandría. Todas las noches cruzan el Mediterráneo hacia España, Italia (o hacia la muerte en las aguas) centenares de habitantes de ese otro lado que también es nuestro mundo. Y, aunque parece increíble, cada día viajan hacia oriente para sumarse a la Jihad e incorporarse a las milicias del nuevo califato, montones de jóvenes rubios (y rubias) del norte culto, rico, sano y bien alimentado.

Y en este nuestro país, tan laico y que, gracias a nuestros antepasados, dejó las lanzas como instrumento político para abrazarse a las urnas, también cierto fanatismo se ha hecho lugar, legitimado ideológicamente y aceptado con más indiferencia de lo conveniente. La vieja tradición nacional de la Paz de Abril que fundó el Uruguay tolerante (y políticamente inteligente), esa tradición que fue negada y despreciada años atrás por los guerrilleros y los militares, que fue luego reintroducida en la restauración democrática, no está siendo honrada con la firmeza debida en el escenario político actual por todos los partidos (que son sus verdaderos hijos legítimos y mejores custodios).

Se ha dado lugar en la campaña electoral a tácticas que hacen pie y se justifican en la división, en la contraposición, en la desvalorización de los adversarios, en un ahondamiento voluntario y complaciente de la división del país; una fragmentación atizada ideológicamente entre los políticamente correctos y todos los demás.

En este rincón oriental están actuando, a la vista de todos, operadores de la división. Operadores de incipientes fanatismos que demuestran no sentir apego alguno por la vieja y sustentadora tradición oriental de la Paz de Abril y que plantean emprendimientos políticos apoyados (y aún justificados) sobre nuestras divisiones y distanciamientos. También a la vista de todos hay pocos preocupados por la división de los orientales. En un mundo de por sí tan convulso es estúpido incorporar gratuitamente fanatismos y divisiones.

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Juan Martín Posadas

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