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Encuestas y pronósticos

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En las últimas campañas electorales -y cada vez más- las encuestas y los encuestadores han cobrado destaque e importancia en nuestro medio.

En las últimas campañas electorales -y cada vez más- las encuestas y los encuestadores han cobrado destaque e importancia en nuestro medio.

A veces generaron euforias y otras veces broncas pero, sea como sea, no solo son leídas con atención sino que se encargan (y se pagan). Este tipo de encuestas refiere básicamente a opiniones sobre candidatos (simpatías o rechazos, aprobación o desaprobación) y a intención de voto. Por un lado son estadísticas y por otro lado son proyecciones.
No se trata de un fenómeno circunscripto al Uruguay o Latinoamérica. Todos los partidos políticos del mundo (exceptuando Cuba, donde los resultados de las elecciones se conocen antes de que éstas se celebren) encargan estudios a las empresas encuestadoras y los consultan con avidez. En consecuencia, las encuestas tienen cada vez más influencia. Pero hay complicaciones.

Las encuestas se han efectuado generalmente a través de consultas telefónicas por las líneas de los teléfonos fijos. Eso complica; en Estados Unidos actualmente el 45% de los adultos no tiene teléfono fijo. No tengo datos de nuestro país pero parece que la tendencia es la misma. El índice de respuestas, también en Estados Unidos, era inicialmente del 90% de todos los encuestados: ahora no llega al 10%. Acá ha de pasar algo similar.

En las elecciones pasadas de nuestro país las empresas encuestadoras -todas ellas, sin excepción- mostraron sobre la fecha de las elecciones datos que pusieron muy nerviosos a los dirigentes del Frente Amplio y muy ilusionados a los blancos. Esos datos no fueron confirmados luego cuando se abrieron las urnas y se contaron los votos. Yo creo que no hubo error, que las encuestas recogieron un impulso que se frenó sobre la raya: lo escribí y lo firmé. Pero nadie coincidió conmigo y las propias encuestadoras se apresuraron a golpearse el pecho.

Las empresas encuestadoras -y mucha gente más- sostienen que la tarea de medición de la opinión pública es algo bueno para la democracia. En cambio Walter Lippmann, prestigioso comentarista político y autor de varios libros, sostenía que la opinión pública era una ficción inventada por los políticos para favorecer sus intereses y que las encuestas no tomaban el pulso de la opinión pública sino que lo aceleraban.

En este tema hay todavía mucho campo abierto para la discusión. La objeción que me resulta más inquietante o problemática es que las encuestas se hacen con el propósito de descubrir las tendencias mayoritarias. En consecuencia siempre “cantan” lo políticamente correcto, siempre reflejan a la masa y, por ende, terminan dejando afuera a las minorías. Si los dirigentes políticos, ávidos consumidores de este insumo, buscan saber lo que desean las mayorías, se guían por lo que quieren esas mayorías y están atentos para complacerlas, difícilmente habrá progreso; más bien habría una garantía de rutina.

También sucede con estos métodos que, ante la interrogación del encuestador, el ciudadano que todavía no se ha formado opinión, temeroso de pasar por ignorante o desinteresado, inventa una respuesta cualquiera o echa mano de algún elemento copiado del relato dominante, pero que él no se ha planteado realmente nunca.

No obstante estos problemas las encuestas seguirán, discutidas con calor pero leídas con prolijidad.

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Juan Martín Posadas

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