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Algo cambió en Uruguay

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A veces me inclino por pensar que el Uruguay es un país donde los cambios tienen la parsimonia de los movimientos tectónicos. Otras veces me parece que se producen más cambios de lo que somos capaces de registrar. En todo caso creo que en los últimos tiempos se han registrado cambios políticos bastante significativos.

A veces me inclino por pensar que el Uruguay es un país donde los cambios tienen la parsimonia de los movimientos tectónicos. Otras veces me parece que se producen más cambios de lo que somos capaces de registrar. En todo caso creo que en los últimos tiempos se han registrado cambios políticos bastante significativos.

La llegada del Frente Amplio al gobierno fue un gran cambio. Enojó a algunos, empapó en júbilo milenarista a otros, pero no sorprendió a nadie: había sido largamente anunciada. Hubo cambio de personal en los despachos gubernamentales, un cambio de estética y de discurso (o de léxico).

Pero esa hegemonía, anunciada, preparada durante cuarenta años en los más variados ámbitos y que ocupó todo el horizonte durante unos años, entró en un cuarto menguante; es visible la fatiga de los materiales en un gigante que hoy deambula perplejo, sin nervio político, apretando los dientes para durar en base a obstinación y a la fuerza que imprime el más temido de todos los miedos políticos: el miedo a perder. Acaba de producirse otro cambio político, éste tan sorpresivo como anunciado había sido el del Frente Amplio.

En primer lugar y fuera de todo lo previsible meses atrás, ha cambiado la relación de fuerzas dentro del Partido Nacional. Pero, más llamativo aún, lo que había sido concebido como un proyecto a realizarse en varias etapas, que se veía a sí mismo subiendo progresivos escalones de necesaria maduración, se desencadenó con una fuerza, alegría y puntería tales que las pausas y las etapas planeadas se omitieron solas, por el empuje de los hechos. Que nadie invoque conejos emergiendo de la galera ni trucos publicitarios: había algo en las entrañas del Partido Nacional con lo cual, de pronto, se estableció prodigioso contacto.

Pero también había algo dando vueltas por alguna región del alma nacional y buscando expresión; si no hubiera sido así el fenómeno no habría rebasado los modestos límites de un recambio generacional partidario. La cosa es mucho más: vigoroso cambio que removió el tablero político en todos los partidos y obligó a presurosos reacomodos.
De ahí el desconcierto actual de aquel voluminoso actor político, dueño del gobierno y del imaginario colectivo; está paralizado, con su ingenio otrora tan sagaz empastelado por el pasmo. ¿Por qué? Porque no pudo entender, o no ha aceptado, que el Uruguay de hoy, o una parte importante del Uruguay, ha cambiado (mientras nadie se daba cuenta).
Esto no augura la extinción de la izquierda en nuestro país ni nada por el estilo. Sería de desear que marcara el fin de la era de una izquierda madurochavista y evocristinsta para ir dando lugar a una izquierda más parecida a la de Lagos-Bachelet. Pero esa es otra canción.

El Uruguay ha cambiado. No cambió todo el Uruguay; no sé cuánto de él ha cambiado, pero hay un cambio. Nadie lo vio venir, nadie lo anunció. Sucedió en algún lugar de la conciencia o del ánimo de este Uruguay de hoy y salió a la superficie. Pase lo que pase en el resultado electoral (que mucho me importa pero no es el cálculo que motivó esta reflexión) es indudable que entre nosotros se ha hecho lugar un talante, un espíritu, una modalidad y una fuerza nueva, al paso que otra mentalidad ha perdido encanto y atractivo justamente por haber puesto su pertenencia al pasado como el eje de su identidad.

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Juan Martín Posadas

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