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La autoestima

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JUAN MARTÍN POSADAS
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Los estados de ánimo de una sociedad no siempre son fáciles de decodificar pero siempre son importantes.

Tengo la impresión de que el estado de ánimo del Uruguay al día de hoy es de cierto alivio y satisfacción: tenemos la sensación de que la amenaza del Covid- 19 ha quedado conjurada. Quedan secuelas, sin dudas, pero el peso de la incertidumbre ha quedado atrás. En términos generales -y excluyendo a los ideológicamente impedidos- el uruguayo medio siente una aprobación básica hacia quienes manejaron institucionalmente las cosas. Las encuestas coinciden.

Paralelamente hasta el más desinformado tiene alguna referencia del curso de los acontecimientos en los países vecinos. En Brasil el Presidente empezó por negar importancia a la pandemia, abogó por la cloroquina antes que la vacuna y el número de infectados y fallecidos ha sido enorme. En Argentina establecieron una prolongada cuarentena que nadie cumplió, habilitaron desfachatadas vacunaciones VIP para jerarcas del gobierno, rechazaron la vacuna Pfizer, optaron por la rusa y ahora se han quedado sin el envío de la segunda dosis.

Con todo esto, que el uruguayo conoce en virtud de la cercanía geográfica, el estado de alivio y la aprobación general de parte de nuestra población refuerzan una percepción de que aquí las cosas se han hecho mejor. Es decir: hay una diferencia.

Hasta los años sesenta-setenta hubo en esta tierra una arraigada sensación de diferencia respecto al vecindario. Uruguay no se sentía excepcional ni superior pero percibía ser distinto, tanto de sus vecinos limítrofes como más aún de los restantes del continente. Se instaló un relato en ese sentido: una construcción imaginaria que, como todas, siempre cuenta con una base fáctica. También, sin perjuicio, hubo un propósito político de alimentar esa sensación de parte de los gobiernos de esa época.

Con el tiempo las realidades que sustentaban ese relato fueron flaqueando y poco a poco fue ganando espacio y legitimidad otro relato, el cual pretendía llevar a la población a que se sintiese parte en iguales términos con todos los pueblos de este continente americano vasto y oprimido. Ya no éramos tan distintos y se insistía en que debíamos sentirnos iguales, y en la concepción de un mundo dividido en dos -opresores y oprimidos- el Uruguay debía inscribirse en el lado de los oprimidos y, además, sentirse bien allí. Fue el tiempo de la patria grande y el discurso correspondiente. O sea que, de ser diferentes nada, y de excepcionalidad, menos. También hubo en esta instancia un propósito político de alimentar este relato de parte del nuevo oficialismo.

Pero las circunstancias actuales fueron operando en un sentido que erosionó aquel relato del Uruguay igual a los otros pueblos latinoamericanos; el sustento político de ese relato (F.A., Pit-Cnt, SMU, etc.) se fue debilitando y, paralelamente, los uruguayos comenzamos otra vez a comprobar diferencias, basadas ahora en la forma en que se ha manejado la pandemia.

A raíz de todo eso en el presente nos volvemos a percibir y a sentir diferentes. No engreídos pero sí poseedores de algunos resortes sociales y políticos distintos. Y, modestamente, en el caso, mejores.

Los pueblos hacen bien en fomentar la autocrítica pero en el Uruguay se ha confundido la autocrítica con el regodeo en las pálidas. La autoestima es salud cívica. Vivámosla sin complejos.

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