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Aportes a un debate

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JUAN MARTÍN POSADAS
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El sistema político ha estado ocupándose hace semanas en el proyecto del senador Ope Pasquet referido a lo que, por razones de brevedad, llamaré eutanasia. Ha sido una discusión particularmente seria, llevada adelante con el rigor que el tema demanda.

No sé con cuánto interés la ciudadanía haya seguido esa discusión y en qué medida haya sido capaz de hacerlo con propiedad. Aporto las reflexiones que siguen no con el propósito de intervenir a distancia en la discusión parlamentaria sino de hacer el tema más accesible para la gente.

La iniciativa legislativa apunta a un drama humano, tan desgarrador como frecuente en la sociedad, frente a la instancia final de la vida en los casos en que ese final se da en medio de sufrimientos desgarradores y terribles. La persona que agoniza en tales circunstancias, y quienes lo acompañan o lo cuidan en una enfermedad dolorosa y para la cual no existe cura ni alivio, se plantean casi que espontáneamente una solución extrema: suprimir la vida para terminar con el insoportable sufrimiento; cortar el nudo gordiano.

Habitualmente el debate se plantea como una deliberación sobre la vida y sobre un derecho, que se le reconoce o no se le reconoce al individuo, de disponer sobre su propia vida. Creo que planteado el asunto de ese modo la discusión se desencamina y se despista. Desde el punto de vista moral o de ciertos credos religiosos caben consideraciones que, en el campo de la ley no tienen lugar. La persona que quiere quitarse la vida, se la quita y no es un asunto legal, no existe posibilidad de pena para el infractor (que ya estaría muerto). Lo legal solo entra en consideración cuando en el proceso interviene un tercero. Este es el punto: no captarlo descarrila el debate.

La intervención de terceros es lo que hay que regular y reglamentar. Y esto por dos razones principales. Primero, porque es muy fácil que, ante un enfermo terminal sufriendo terriblemente, los parientes que lo acompañan o el personal médico que lo cuida, se apresuren a interpretar su voluntad (el dolor intenso y prolongado es también desesperante para los asistentes) y dispongan lo que suponen sería la voluntad del enfermo (si estuviese en condiciones de lucidez).

Pero, en segundo lugar, (y es lo que con más frecuencia pasa), entre a tallar en la situación una lógica comercial. Un enfermo, con una dolencia terminal, que médicamente (estadísticamente) tiene una expectativa de vida de cuatro o cinco meses máximo y durante esos meses padecerá horribles sufrimientos, conectado a tres o cuatro monitores y otros tantos sofisticados aparatos, constituye un gasto enorme para el hospital o sanatorio donde se encuentra internado. Se plantea entonces una fría lógica, indiscutible en el plano económico. ¿Para qué gastar tanto en sufrir tanto? ¿Por qué no utilizar esos recursos médicos u hospitalarios en algún otro paciente que tenga pronóstico de cura?

La discusión de este proyecto de ley se despliega (o se debería desplegar) en la intervención de terceros y en la prolija prevención de que llegue a instalarse y a legitimarse (ley mediante) una lógica económica comercial en estos casos dramáticos de los últimos momentos. El valor de la vida humana no es un valor económico y no se rige según esa lógica. Con ese criterio de ahorro los nazis liquidaban a los defectuosos, minusválidos, etc.

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