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Lo que es y lo que no es

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JUAN MARTÍN POSADAS
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La muerte fulminante de Jorge Larrañaga ha producido un hondo sacudimiento nacional.

También ha generado preguntas desubicadas y fastidiosas de parte de algunos periodistas que interrogan a cuanto dirigente blanco encuentran a tiro sobre qué va a pasar ahora con el wilsonismo. Algunos de esos dirigentes se dejan empujar por la pregunta e inventan un discursito de generalidades para quedar bien.

La conmoción fenomenal que produjo (y me incluyo) la muerte de Larrañaga no tiene nada que ver con el wilsonismo. El Guapo no va a ser echado de menos por sus ideas o por su retórica sino por sus actitudes: por la entrega, por la referencia visceral al interior, a sus valores y modos de ser, por la capacidad de volverse a levantar en la derrota (que es casi una identidad partidaria) y por la dimensión épica de la política y de la vida (también algo muy blanco) condensada en su consigna “hay orden de no aflojar”. Eso es Larrañaga.

¿Qué es el wilsonismo del que tanto preguntan por preguntar? El Movimiento Por la Patria, fundado por Wilson Ferreira, murió como movimiento el día de la muerte de Wilson. No tuvo tiempo material de echar raíces, duró pocos años y con una larga interrupción durante el período de la dictadura.

De Wilson quedan cuatro grandes capítulos como legado y fuente de inspiración. Está el Wilson ministro de Ganadería, creador de la Estanzuela, es decir, de la modernización de la producción agropecuaria, de la introducción de la ciencia y la técnica en el trabajo campero. Además, organizador de la CIDE, con el mismo propósito de aplicación de lo científico (el censo) al estudio y diagnóstico de los problemas del país, pero cuyo rasgo más valioso, más wilsonista, fue la incorporación de técnicos de todos los partidos políticos a la tarea.

Después está el Wilson parlamentario, el de las interpelaciones memorables, el candidato a la presidencia y el que se retira del Senado la noche del 27 de junio arrojando al rostro de los usurpadores el nombre de quien sería, desde ese día, su más implacable enemigo: el Partido Nacional.

Después vino el Wilson del exilio, el que se impuso la tarea de recorrer el mundo a su costa para denunciar la dictadura y reclamar para todos los uruguayos, sin consideración a partido político alguno, la restitución del Derecho y de las libertades conculcadas.

El último Wilson es el del regreso, el que pasa de la cubierta del Mar del Plata II al calabozo del cuartel de Trinidad, preso para evitar que pudiera presentarse a las elecciones; es el Wilson recién liberado que ofrece y garantiza la gobernabilidad en el discurso de la explanada, consolidando allí el gesto político de mayor desprendimiento y de grandeza patriótica que registra la historia reciente del Uruguay. Los pocos años de vida que tuvo después fueron entregados para consolidar aquel compromiso con la frágil democracia recién recuperada.

Eso fue el wilsonismo: una respuesta distinta y apropiada para cada momento y cada circunstancia, con inteligencia para distinguir con claridad lo que necesitaba una época de los desafíos de las otras.

Larrañaga bebió, sin duda, en ese manantial, pero él fue otra cosa. Lo que deja Larrañaga -muy valioso por cierto- son otras características. Los uruguayos de todos los partidos lo entendieron bien; por eso lo despidieron en la forma en que lo hicieron. Larrañaga murió en la trinchera, ¡a lo blanco! Y el país entero, conmovido, se puso de pie y se sacó el sombrero.

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