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Vida vs. discriminación

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JUAN ANDRÉS RAMÍREZ
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En los últimos meses se ha planteado, en diversos puntos del planeta, si es legítimo que el Estado obligue a vacunarse contra el Covid a los que se encuentren en su territorio o deseen ingresar a él.

La imposición de la conducta puede determinarse por varias vías.

La primera -la más sutil- es autorizar que los particulares en sus relaciones contractuales o legales, impongan, a los sujetos vinculados, la necesidad de estar vacunados.

La segunda vía, menos sutil, es que el Estado directamente establezca el deber de vacunarse.

Generalmente, la constricción a vacunarse se realiza a través de una carga jurídica: el individuo es libre de decidir no vacunarse, pero mientras no lo haga, no podrá satisfacer alguno de sus intereses personales, como trabajar en algunos lugares, concurrir a otros, viajar en medios colectivos de transporte u otros intereses semejantes.

Ahora bien, ¿es legítimo que el Estado actúe de esa manera o implica un acto de autoritarismo inadmisible?

Veamos los fundamentos filosóficos.

En los Estados cuyo Gobierno tiene una filosofía moral comunitarista, su objetivo es lograr que sus súbditos se adecuen al modelo “oficial” del ser humano.

Esas corrientes se llaman “perfeccionistas”, pues al considerar que los valores comunitarios se encuentran por encima de los individuales, procuran imponer la perfección, representada por su modelo de individuo.

En la actualidad, la fundamentación puede estar en un dogma religioso, como ocurre actualmente en algunos Estados fundamentalistas o ideológico-político, como ocurrió y ocurre, cuando hay un régimen de Partido único y las libertades se encuentran eliminadas o fuertemente reducidas, procurando el ario perfecto o el revolucionario modelo.

Por supuesto que -en tales sistemas- todos se vacunarán si el Gobierno lo decide.

Luego se encuentran las corrientes “utilitaristas” donde el fin último es lograr la mayor felicidad para la mayoría de los súbditos.

En estos Estados y Gobiernos, los derechos y libertades individuales pueden ser limitados por “razones de interés general”, como ocurre en nuestra Constitución, en su artículo 7º, que establece la protección de las libertades y derechos fundamentales, pero admitiendo que éstos puedan ser “privados” a sus titulares “conforme a las leyes que se establecieren por razones de interés general”.

También aquí, si con la vacunación se lograra la mejor salud y la disminución del riesgo de muerte para la mayoría, se justificarían las limitaciones a las libertades de los que no quisieren vacunarse.

Finalmente, aparecen las corrientes “liberales” que pretenden proteger a la autonomía personal, tanto de su avasallamiento por los perfeccionistas, como de sus restricciones por los “utilitaristas” que, en nuestra Constitución, se reflejan en el artículo 72, que declara protegidos los derechos “inherentes a la personalidad humana”.

Claro que si se interpretara que el derecho a la libertad y la autonomía personal, implican permitir a cada sujeto, satisfacer sus intereses personales y hacer lo que le venga en gana, no deberían existir, ni el Derecho, ni el Estado como sociedad organizada. Para salir de ese dilema, un gran pensador del siglo XIX, John Stuart Mill, utilitarista y liberal a la vez, estableció el límite a la libertad, en estos términos y que se ha llamado el “principio de daño”: “Cada individuo tiene el derecho a actuar de acuerdo a su propia voluntad en tanto que tales acciones no perjudiquen o dañen a otros” o “Que el único propósito con el que puede ejercerse legítimamente el poder sobre un miembro de una comunidad civilizada, contra su voluntad, es impedir el daño a otros”.

Concomitantemente, en la evolución posterior del Derecho en los Estados democráticos, basada en la filosofía liberal, se produjo un marcado y progresivo desarrollo de los derecho llamados “fundamentales”, procurando amparar la autonomía personal, como signo de la jerarquía moral del ser humano.

Pero en esa evolución, se generaron en su aplicación, inevitables conflictos entre esos derechos que fueron emergiendo, y que se debían proteger.

Para ilustrar con un ejemplo: el “derecho a informar” de la prensa, muchas veces se enfrenta al derecho a la “intimidad de la vida privada” que pueden aparecer incluidos en la noticia.

Cuando se produce este enfrentamiento entre “derechos protegidos” la solución universalmente admitida, es considerar entonces el diferente “peso” o relevancia que tiene el valor moral protegido.

Y bien, en el caso de las medidas que se pueden adoptar para controlar o disminuir las posibilidades de contagio del Covid, el valor a custodiar es -indudablemente- uno de los lo más trascendentes y elevados: la vida humana.

En consecuencia, si realizamos la operación de ponderación de ese valor, frente al eventualmente conculcado que sería, como se ha esgrimido, el “derecho a no ser discriminado” por no haber querido vacunarse, se deben anotar las siguientes circunstancias:

a) el riesgo a la pérdida de la vida, es tan cierto como lo son los casi 6.000 muertos en nuestro territorio

b) el riesgo de contagio del Covid, es tan cierto como lo es la tasa de positividad marcada en los meses de mayo y junio pasados

c) la disminución de ambos riesgos, a través de la vacunación colectiva es tan cierta como la caída pronunciada en nuestro país, de fallecimientos, internaciones y contagios, en directa relación con el número de vacunados.

Probablemente nunca se habrá presentado un caso de “ponderación”, donde la ventaja en favor de uno de los derechos fundamentales en conflicto, sea tan evidente y científicamente comprobable.

Por eso, es inentendible que todavía, frente al padecimiento colectivo existan individuos que- alegando que los discriminamos, porque no quisieron vacunarse- se alcen contra el legítimo derecho de sus compatriotas a ser protegidos en su salud y de evitar la enfermedad, el sufrimiento o la pérdida de su vida o de la de sus seres queridos.

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