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La libertad de expresión

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JUAN ANDRÉS RAMÍREZ
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Si bien los gobiernos tienen -o deberían tener- una base filosófico política que, con coherencia, oriente su decisiones, es cierto que en general las opciones que diariamente deben realizar están fundamentadas en cuestiones más bien prácticas, vinculadas a la eficiencia de la gestión.

Sin embargo, cada tanto, se plantean algunas cuestiones en que afloran, con toda intensidad, los fundamentos filosóficos más trascendentes de su posición.

Tal es el caso de la regulación legal de los medios de comunicación audiovisuales. Así, en diciembre de 2014, con la mayoría parlamentaria que gozaba, el gobierno del Frente Amplio sancionó la ley 19.307 a la que llamó “Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual”.

A su respecto, el actual gobierno, ha tomado la iniciativa de sustituirla por otro texto legal, actualmente a estudio del parlamento que -bueno es señalar- se encuentra en las antípodas del régimen vigente e implica un retorno a la libertad.

Por ello, parece importante que nuestros conciudadanos conozcan cuáles son las principales y radicales diferencias entre ambos, pues ciertamente no se refieren a cuestiones meramente prácticas, de gestión, sino a uno de los valores jurídicos de mayor relevancia, para el individuo y para la sociedad, como es el derecho a la “libertad de expresión del pensamiento”.

Como este principio general, instalado en la Constitución desde 1830, goza de un enorme prestigio en la sociedades democráticas, ocurre que cuando un gobierno pretende restringirlo, generalmente lo hace, no de manera franca, sino simulando respetarlo y hasta garantizarlo.

Tal es el caso de la ley 19.307, que se encuentra aderezada con múltiples declaraciones exageradas y grandilocuentes sobre ese derecho fundamental (por ej., su art. 8º) y, sin embargo, instrumenta un endiablado sistema para instalar un “modelo oficial” de comunicación y un régimen sutil de censura a los medios.

En esa contradicción y ambigüedad cayó el entonces presidente Mujica, que en el año 2010, afirmó en la prensa que “la mejor ley de medios es la que no existe”, -invocando un profundo respeto por la libertad de expresión- mientras que en octubre de 2013, envío el proyecto de ley que a la postre se promulgó en diciembre de 2014 como la ley 19.307, conteniendo una maraña de controles a esa libertad, a lo largo de 202 artículos.

El procedimiento instalado consiste básicamente en lo siguiente:

a) El Poder Ejecutivo tiene “competencia exclusiva” para “fijar la política nacional de servicio de comunicación audiovisual”

b) Todo “emisor” de una señal de radio o televisión, debe sujetarse -bajo pena de sanción incluso de cancelación- al cumplimiento de un “proyecto comunicacional” individual, previamente aprobado por el Poder Ejecutivo como condición para poder emitir.

c) Para modificar la grilla de programación, el emisor debe obtener autorización del Poder Ejecutivo

d) Cuando se licitan permisos para emitir, la Administración establece en el pliego, a que tipos de contenido deberá ajustarse la propuesta.

e) Para obtener la prórroga de una licencia o concesión que se vence, debe proceder de la misma forma: presentar, a la aprobación oficial, el “proyecto comunicacional”

f) Además de las condiciones establecidas en el Plan Nacional de Comunicación del Poder Ejecutivo, aplicadas en todo el país a través de los “proyectos comunicacionales” individuales de cada emisor, el legislador estableció otras dosificaciones obligatorias, estableciendo porcentajes mínimos en la programación para la tv. (art. 60) y para la radio (art. 61), ya sea por su contenido “cultural” o por su origen nacional o extranjero.

Ahora bien, ¿cuál fue la finalidad -de fondo perseguida para armar un sistema obligatorio de difusión que estuviera diseñado -en sus contenidos- desde el Poder Político?

Asimismo ¿cuáles son los efectos colaterales del sistema, que constriñen la libertad del emisor?

La primera pregunta tie- ne respuesta en la filosofía política.

En ese ámbito se distinguen las corrientes “liberales” y las “perfeccionistas”, basadas en Kant y Hegel, respectivamente.

Las primeras, consideran necesario otorgar al individuo la mayor libertad posible para construir su propio ser y su destino, preservando su “autonomía personal”, derivada de la “dignidad humana”.

Las segundas, consideran necesario establecer reglas morales y jurídicas para construir un ser humano ideal que sea afín a las creencias sociales colectivas, consecuentes con su “concepción de lo bueno”, sin aceptar desvíos individuales.

Ahora bien, existen algunas de esas áreas que -por ser las más sensibles y vulnerables a la pretensión de dirigismo ético- se hace mucho más necesario custodiar en ellas la libertad individual. Particularmente la libertad de expresión y de comunicación del pensamiento es una de las más relevantes.

Nuestro Constituyente -desde 1830- tuvo la clarísima percepción de que esto era así, y por eso estampó el mayor grado de garantía para un derecho fundamental, en el originario art. 141 y actual art. 29 de la Carta.

No hay norma más libertaria en todo nuestro sistema jurídico que esta: “Es enteramente libre en toda materia la comunicación de pensamientos por palabras, escritos privados o publicados en la prensa, o por cualquier otra forma de divulgación, sin necesidad de previa censura; quedando responsable el autor y, en su caso, el impresor o emisor, con arreglo a la ley por los abusos que cometieren”.

En cuanto a los “efectos colaterales”, es obvio que someter al emisor a la necesidad de requerir autorización del Poder Ejecutivo de turno, hasta para modificar la grilla de transmisión, junto con la posibilidad de padecer sanciones, que pueden alcanzar a la cancelación de la licencia o concesión, instala subjetivamente la conveniencia de seguir el consejo de Martín Fierro: hacete amigo del Juez, no le des de que quejarse…”

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