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Empresas y derechos

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Jorge Grünberg
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Todas las sociedades requieren recibir servicios públicos como la seguridad, la energía o el agua. Los servicios públicos no necesariamente deben ser brindados por empresas públicas y mucho menos en régimen de monopolio.

Pero en nuestro país, algunos de los principales servicios públicos son brindados exclusivamente por empresas públicas monopólicas (por ejemplo combustible, electricidad, telefonía fija, agua, algunos seguros).

Dada la indispensabilidad de estos servicios, los ciudadanos tienen derecho a que sean brindados en forma universal, eficaz y continua.

En cualquier sociedad democrática los ciudadanos conceden a los gobiernos cierto control sobre sus vidas, permitiendo que el gobierno se lleve parte de sus ingresos y que limite su libertad. Pero los ciudadanos esperan que los gobiernos rindan cuentas sobre cómo utilizan esos recursos.

Los ciudadanos tienen derecho a exigir que los servicios públicos cumplan normas de calidad (por ejemplo que el agua no salga turbia de nuestras canillas, que el combustible no contamine nuestro aire o que el 911 conteste a nuestras llamadas). Los ciudadanos también tienen derecho a recibir el servicio regularmente. Esto significa que el servicio público no puede moralmente ni legalmente interrumpirse; no puede haber días sin bomberos, sin ambulancias o sin combustible.

El problema en nuestro país es que los ciudadanos no tenemos mecanismos efectivos para exigir esos derechos. En la práctica las empresas públicas fijan sus tarifas, brindan su servicio y eligen sus autoridades sin participación ni consideración de la opinión de los ciudadanos (que son al mismo tiempo sus financiadores y sus clientes cautivos). En ocasiones estas empresas deciden enormes inversiones y proyectos por motivos que no resultan claros a los ciudadanos y que no apuntan ni redundan en un mejor servicio, y que algunos atribuyen a intereses personales o políticos de sus directivos. Los problemas de "riesgo moral" abundan.

Estas empresas públicas monopólicas son auditadas contable y financieramente pero no existe evaluación sistemática vinculante de la calidad y eficiencia de su servicio ni "benchmarking" con empresas comparables. No existen mecanismos efectivos para que los ciudadanos puedan saber si sus impuestos (y las restricciones a su libertad) están siendo gastados eficiente y diligentemente, y tampoco manera efectiva para que puedan exigir y obtener mejoras. Según la famosa clasificación del sociólogo Albert Hirschman, las opciones para un usuario insatisfecho son la salida (obtener los servicios en otra empresa) o la voz (reclamar ante la empresa con la capacidad de lograr satisfacer sus demandas). Los ciudadanos uruguayos carecemos de ambas opciones.

Los reclamos a las propias empresas son generalmente inefectivos. Las denuncias en la prensa o las redes sociales permiten amplificar la voz del descontento pero sin respaldo legal. El ciudadano puede expresar su descontento a través de su voto pero no parece lógico elegir candidato o partido en base a la calidad del agua corriente u otro servicio cuando hay otros valores culturales o políticos en juego.

Debería existir un mecanismo legal que obligue a las empresas públicas monopólicas a rendir cuentas de su actuación de forma sistemática, confiable y comparable. Hace algunos años algunas de nuestras empresas experimentaron con sistemas de gestión de calidad evaluados con acreditación externa internacional, especialmente la UTE, pero su instrumentación fue parcial y no se extendió a otras empresas. Las unidades reguladoras han aportado algunos elementos de control externo, pero sus potestades legales y su peso institucional son insuficientes para garantizar los derechos de los ciudadanos. Es necesario un mecanismo de evaluación más completo e inclusivo.

Propongo trasladar con este objetivo la experiencia de la acreditación, un mecanismo utilizado para evaluar y mejorar la calidad de instituciones académicas y científicas en todo el mundo. Se compone de una autoevaluación (en base a pautas preestablecidas) y posteriormente una evaluación de pares especialistas que revisan la autoevaluación y consultan a alumnos, docentes y graduados. Finalmente los evaluadores brindan su opinión sobre el cumplimiento de la institución con su misión y efectúan las recomendaciones de mejora que consideran necesarias. La acreditación puede ser otorgada con observaciones y recomendaciones, postergada o rechazada. La acreditación es válida por un tiempo determinado y luego la institución debe acreditarse nuevamente y demostrar que cumplió con las observaciones y recomendaciones.

Un mecanismo similar podría aplicarse para evaluar las empresas públicas monopólicas y asegurar sus derechos a los ciudadanos y usuarios de esas empresas.

Un mecanismo de "acreditación de empresas públicas monopólicas" debería exigir a esas empresas acreditarse periódicamente (por ejemplo cada tres años). Debería exigir una autoevaluación realizada de acuerdo a pautas internacionalmente aceptadas de su industria que debería ser publicada en tiempo y forma como lo son los estados contables. Debería incluir encuestas externas independientes de satisfacción de sus clientes y mecanismos vinculantes para responder a reclamos de sus clientes en plazos cortos. También debería incluir una comparación de la eficiencia y calidad de servicio de la empresa con un conjunto de empresas comparables en otros países. Finalmente cada tres años un grupo de expertos de otros países con conocimiento de la industria evaluarían toda esta información.

Este mecanismo permitiría determinar con instrumentos comprobados a través de décadas de utilización internacional el grado de cumplimiento de la empresa con su misión, la satisfacción de los usuarios y formular metas de mejora para el corto y mediano plazo. Más allá de los aspectos gerenciales, devolvería poder a los ciudadanos obligados a depender de estas empresas y limitaría la utilización de la misma para intereses personales o políticos de sus directivos.

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