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La batalla cultural

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JULIO MARÍA SANGUINETTI

El país ha avanzado notablemente en estos 25 años de la restauración democrática.

Hay más teléfonos que habitantes, libradas a la historia de nuestro folclore ciudadano aquellas penurias del aspirante a un "borne", que mendigaba pacientemente un servicio. Una jubilación, antes también un penoso trámite, hoy es un expediente que se sigue por Internet, existe historia personal y hasta la posibilidad de un ahorro individual que asegure mejor el futuro.

Si miramos hacia las obras públicas, una simple ojeada hacia la torre de Antel, el puerto o el aeropuerto, nos hablan de un Uruguay inserto en el mundo contemporáneo, tal cual aterrizó también en la Zonamerica, donde modernos edificios albergan decenas de empresas globalizadas en una pequeña ciudad de aire californiano.

El comercio es otro: desde 1985, en que se inauguró el primer "shopping" y, poco después, los "free shops" de la frontera, el mundo del consumo internacional impuso su estética y aproximó sus hábitos. Google, Facebook y Twitter son las palabras mágicas que pautan el día a día de nuestros jóvenes, intercomunicados de modos impensados para nuestra generación.

Podríamos continuar la enumeración y seguir mostrando avances materiales. Sin embargo, la simple lectura de los periódicos nos habla de otra realidad en dimensiones de la vida humana que en su conjunto llamamos, antropológicamente hablando, el mundo cultural.

Allí nos encontramos con que las corporaciones sindicales dominan la enseñanza y los servicios de salud, imponiendo groseramente un dominio burocrático basado en los desvalores del clientelismo y la mediocridad. Las evaluaciones internacionales del nivel de formación de nuestros jóvenes adolescentes desnudan una lamentable realidad; toda América Latina está por debajo del más bajo país europeo, pero mientras algunos algo avanzan -como Chile o Brasil- otros retrocedemos, como Argentina y Uruguay.

En nuestro caso, además, se forma a los adolescentes en una visión parcializada y mentirosa de nuestra historia, que deriva de esa misma concepción de la vida social.

Esa mirada hacia la mediocridad, de la igualada hacia abajo, se instaló en el Estado por gobiernos que han enterrado sus tabúes ideológicos (no pagar la deuda externa, romper con el Fondo Monetario Internacional, muerte al capitalismo…), pero que siguen observando el mundo con sus viejos lentes oscuros.

Por eso siguen defendiendo el impresentable fracaso cubano o creyendo que hay algo de serio en el venezolano "Socialismo del Siglo XXI". Por lo mismo, han copiado un modelo populista de seguridad social que, en vez de intentar la superación de la pobreza, la congela para siempre: a los adolescentes con rezagos -en lugar de ayudarlos a estudiar mejor y rendir más- se les promueve con el "pase social"; a quienes se encuentran en la mayor pobreza, se les ofrece dinero y no educación, alimentación y vivienda, de modo que ellos y sus hijos no asumen el trabajo como un valor y seguirán tan pobres como antes, pero ahora -además- dependientes de la dádiva oficial.

Hemos hablado en artículos anteriores de estos temas y algunos lectores se han sorprendido de nuestro enfoque sobre la necesidad del bien hablar, más allá de su significado literario. Por cierto, bien se sabe que la lengua es un modo de pensar, pero además -socialmente- es un vital instrumento de ascenso.

Nadie puede subir en la escala social manejando un pobre idioma vulgar, inhábil para hacer una presentación de temas económicos, científicos, históricos o de cualquier complejidad en el conocimiento. Que el idioma incorpore expresiones populares es algo aceptado por todas las academias modernas, pero cuando el lenguaje vulgar sustituye al culto, condenamos a la pobreza endémica a quienes no sepan expresarse como lo requiere cualquier actividad importante.

Nuestra democracia se construyó desde la escuela pública vareliana, que aportó el gran instrumento de igualación de oportunidades. Hoy, desgraciadamente, el nivel de educación ha pasado a ser el mayor factor de discriminación.

Y no lo vamos a superar con "pases sociales" o permisivismos del tipo que fueren. Nuestra gran clase media, la que se forjó con hijos de inmigrantes en su mayoría semi-analfabetos, encontró en el castellano la escalera para subir.

Hoy, desgraciadamente, es lo contrario. Y si no lo entendemos, los logros materiales que venimos alcanzando se harán ilusorios. O sólo se sostendrán sobre la base de una gran desigualdad entre una clase alta preparada y una baja, impedida del ascenso. Es tan duro y real como eso.

Y si no se lo entiende, estaremos perdiendo una batalla cultural que, en la democracia, es la madre de todas las batallas.

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