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La modernidad líquida

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ISABELLE CHAQUIRIAND
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La muerte de George Floyd en manos de policías en Minnesota dio lugar a protestas (muchas de ellas muy violentas) para hacer conciencia, justamente, de la violencia que sufren las comunidades afroamericanas en ese país.

Las ondas expansivas de tan noble causa llegaron a derrumbar estatuas en todas partes del mundo de personajes históricos; suspender películas clásicas que incluyen esclavos de los servicios de streaming; o que empresas multinacionales eliminaran las palabras “blanco” y “claro” de sus productos cosméticos.

Al movimiento se sumaron los k-poppers, fans del pop coreano con uno de los poderes de convocatoria de adolescentes más grandes del mundo, que están llenando las redes sociales con mensajes, entre otras cosas, para restarle peso a los grupos que apoyan a Donald Trump. A la iniciativa se suma el regreso de Anonymous, que promete dar a conocer información contra el gobierno de Estados Unidos.

Los movimientos sociales con altos niveles de adhesión, pero bajos niveles de entendimiento no son algo nuevo. Años atrás 17,4 millones de británicos votaron a favor del Brexit logrando ser poco más del 50% en el referéndum que separó a Gran Bretaña de la Unión Europea. Poco después, cerca de la mitad declaró haberse equivocado, alegando no saber del todo lo que habían votado. Se dejaron llevar por un movimiento.

Muchos autores estudiaron estos movimientos (que llamaron “activismo de sofá” por jugar las redes sociales un rol relevante) y manifestaron su escepticismo con que sean capaces de cambiar verdaderamente las cosas. Entre ellos, el español José Luis Pardo: “Todo el mundo está activísimo, pero nadie sabe para qué sirve, aunque seguro que para algunos será negocio”.

El sociólogo Zygmunt Bauman desarrolló el concepto de “modernidad líquida”, que refiere al estado actual de nuestra sociedad, que sufre continuos cambios: todo es momentáneo e inaprehensible, poco estable. Bauman es escéptico del verdadero efecto de los movimientos en el mundo digital: “el diálogo que creamos en las redes sociales no es real (…) El diálogo real no es hablar con personas que piensan como tú”.

Pero la modernidad líquida no es exclusiva del hemisferio norte. Hace pocos días Pablo Marques, empresario y publicista uruguayo, hablaba en una entrevista en El País de la “fama tóxica”: “antes la noticia y la opinión estaban en un espacio y en un lugar. Ahora están en todos lados”.

Los líderes de opinión autoproclamados se multiplicaron, creció la liviandad de la opinión rápida, tener posición y opinión sobre todo aunque no sea nuestra área de conocimiento. Se confunde el entretenimiento con la noticia, crecieron las fake-news, los escraches masivos y los movimientos efímeros. El valor o interés se mide en la cantidad de likes, retwits y comentarios y no en la calidad de lo que se está diciendo. Es lo que Vargas Llosa llamó “la civilización del espectáculo”.

Solo el espíritu crítico, el desarrollo de criterio y el cuestionamiento constructivo de cada uno de nosotros podrá contrarrestar tanta liquidez. No movernos entre el ingenuo y compulsivo “me gusta”. Ser verdaderos sujetos de nuestros pensamientos y no objetos de los pensamientos de otros.

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