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Instituciones no políticas

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Leonardo Guzmán
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Endeudado, inseguro, con la educación en crisis y una legión de drogados mal durmiendo en las calles, con el horizonte acotado y sin ninguna mística colectiva, bandeado de apremios, el Uruguay está enfermo.

Enfermo, en el sentido pesado que tenía la palabra "infirmus" en latín: débil, endeble, impotente.

Desde que la guerrilla cavó la zanja interna, han pasado casi seis décadas. Desde que recuperamos la libertad al cabo de la más cruel dictadura de nuestra historia, ha pasado más de un tercio de siglo. Experimentamos todas las alternativas político-partidarias. Sufrimos todos los extremismos: en ideología, en lenguaje… y hasta en figura presidencial, donde hemos ensayado desde la elegancia señorial a la pinta mersa.

¡Y en vez de extraer de esta experiencia la enseñanza que ella nos zampa en la cara, hay quienes se empeñan en "profundizar el modelo", basado en el desamor y el irrespeto de preclasificar al otro en vez de escuchar sus razones, para refutarlas, compartirlas o acaso matizarlas!

Con este cuadro, es natural que la gran expectativa de hoy esté depositada en lo que vaya a surgir de las urnas. Esperamos mucho del gobierno que vendrá, a pesar de que las campañas electorales se dirigen cada vez más a impactar en las encuestas que a cultivar en cada ciudadano el buen hábito de pensar por cuenta propia.

Ahora bien. Los problemas que sufre hoy la República no son solo el resultado de la gestión del gobierno que se va dentro de un año y seis días. Y las reformas que debemos encarar no se refieren solo a la gestión del Estado, su tamaño y su modo de mal administrarse.

Todo eso debe revisarse para salir de la mezcla de marasmo y barbarie en que estamos encharcados hoy, primero hace falta que recuperemos el aguijón —el estro— de la independencia de nuestro pensamiento y nuestra acción.

Es preciso que restablezcamos la idealidad en la cúspide del quehacer público, porque eso es lo que inspira y manda la Constitución, al fundarse en las potencias y virtudes de la persona, no de "el sistema" ni de "la sociedad".

Y también es preciso que volvamos a inspirarnos en las verdades de la filosofía clásica y en los anticipos luminosos de Rodó y Vaz Ferreira, de Figari y Sábat Ercasty, tornando a estimarnos fraternalmente como personas, en vez de enrolarnos en la pereza mental con descalificación del adversario.

Y en vez de resignarnos a caminar a razón de uno o dos cuerpos yertos por cuadra, entreverados con los detritus marca Martínez.

En realidad, el Uruguay enfermo requiere hoy una cura jurídica del alma.

Y eso exige darse cuenta que hay una institucionalidad no política que deberá recuperar su fuerza: la ciudadanía. Pero no para arrancarle o hipnotizarle el voto sino para que recupere tribunas del pensar anterior a los partidos: protagónicas pero no partidarias, inquietas pero no sectoriales.

El Uruguay ganaría humanamente mucho si generalizara la aplicación de los principios de la Constitución Nacional, que condensan una sabiduría común a todas las filosofías que propician la fraternidad y la buena voluntad.

Eso no depende solo del gobierno que vendrá sino de la capacidad de todos para hacer resurgir lo mejor de nuestra herencia antigua y reciente.

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