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¿Qué pasa en China?

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IGNACIO MUNYO
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Los que viven en China miran un mundial diferente por la tele: pueden ver a los jugadores, al técnico y oír gritar los goles en los estadios, pero no ver a la gente exultante en las tribunas colmadas.

El gobierno decidió que no era conveniente que se vieran a los hinchas de todo el mundo sin tapabocas...

Fueron múltiples las restricciones insólitas impuestas en China en casi tres años de política “covid-cero”; que se sumaron a testeos masivos, centros de detención para infectados y constantes limitaciones a la movilidad. Las bajas cifras de muertes asociadas a la pandemia fueron consideradas como un gran triunfo para el presidente Xi Jinping. Esto le permitió validar internamente su posición respecto a la superioridad del sistema chino sobre la democracia occidental.

Fiel al nacionalismo plasmado en su política de “hecho en China” iniciada en 2015, Xi se ha negado reiteradamente a aceptar las vacunas extranjeras. Todas las dosis aplicadas en China son de fórmulas locales, que, según los expertos, son menos efectivas y se desvanecen más rápido que las desarrolladas y utilizadas en occidente.

Al convertir la política “covid-cero” en una prueba de lealtad, Xi ha transformado una crisis sanitaria en una potencial crisis política. Al seguir adelante a pesar de los efectos en la economía, ha puesto en duda una máxima de su Partido Comunista: que solo él puede garantizar la estabilidad y la prosperidad. La única razón por la que China se ha apegado al “covid-cero” es porque es la voluntad de Xi. Al ser una iniciativa personal, nadie en la burocracia ni entre las élites políticas se ha atrevido a cuestionarla, incluso cuando desafiaba el sentido común. La política ha sido ruinosa: dañó la economía, agotó las finanzas de los gobiernos locales y provocó una ira generalizada contra el régimen.

El 26 de noviembre arrancaron las protestas en varias ciudades, con gente tomando las calles y exigiendo el fin de los encierros. Como consecuencia, los funcionarios responsables de la salud anunciaron una disminución de las restricciones a la movilidad y un aumento de la vacunación a los adultos mayores. Pero, al mismo tiempo, las fuerzas de seguridad del gobierno han incrementado su presencia en todo el país, con arrestos y patrullajes de espacios públicos. Y se espera que la censura y la vigilancia se endurezcan, con estrategias de represión sofisticadas.

Xi se ha llamado a silencio, probablemente porque sabe que no la tiene fácil. En el mejor de los escenarios, al enfriamiento económico que viene arrastrando se le sumará una ola de muertes y enfermedades asociadas al virus al no tener inmunidad.

Además de lo anterior, la política “covid-cero”, sin quererlo, ha conseguido que todos los chinos, ya sean ricos o pobres, viejos o jóvenes, mujeres u hombres, aprecien el valor de la libertad; no de una manera abstracta, sino al nivel del encierro personal.

La interpretación más optimista de los hechos sería creer que son el germen de un cambio democrático en China. Si embargo, es poco probable que así sea.

La visión de Xi no está guiada por cálculos de conveniencia coyuntural, sino por la creencia en fuerzas profundas que guían el cambio histórico que inevitablemente impulsarán al país hacia adelante. Basta leer sus escritos para convencerse de que en China habrá autoritarismo para rato, y que será cada vez peor.

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