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Una voz en el desierto

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Así me siento. ¿No por dármelas de Isaías, pero sí por la semejanza de ver con nitidez cómo la gente, en este caso mis compatriotas, se resisten a ver la realidad y a escuchar a quienes tratan de ayudarlos para que lo hagan.

Así me siento. ¿No por dármelas de Isaías, pero sí por la semejanza de ver con nitidez cómo la gente, en este caso mis compatriotas, se resisten a ver la realidad y a escuchar a quienes tratan de ayudarlos para que lo hagan.

Es tan grande el bagaje cultural que se ha ido construyendo delante de nuestros ojos que no alcanzamos -o no queremos alcanzar- a ver la realidad en la que estamos inmersos. No es de catástrofe, no. Ni es peor que la de otras sociedades, tampoco. Y ahí nos quedamos.

Algunos llegan a la parálisis por otros caminos: lo que vivimos es fruto de décadas de políticas neoliberales y se arreglará cuando hayamos llegado a los niveles adecuados de distribución y planificación.

¡Insensatos! ¿No bastan más de diez años de gobierno y un cuarto de siglo de Intendencia, para agotar ese verso?

Mirémonos al desnudo. Objetivamente: ¿estamos mejor o peor? Nosotros, en sí mismo. No buscando comparaciones ventajosas con otros, ayudados por las desgracias de nuestros vecinos. Analicémonos comparados con nosotros mismos: estamos peor en seguridad, peor en el respeto por ciertos valores básicos: vida, liber- tad, propiedad. Como sociedad, vivimos una mayor violencia. Peor en educación. Peor en cier- tas bases fundamentales de la sociedad, como la familia.

Peor en lo institucional: gobiernos que expresamente menosprecian la institucionalidad, entendiéndola como una mera formalidad jurídica, frecuentemente obstaculizante y fastidiosa. Peor en el respeto por las formas, que son parte del respeto institucional. Increíblemente, nadie parece calibrar el daño que le hizo José Mujica a la institución presidencial: en todo sentido, desde el menosprecio por cosas tan básicas como la vestimenta, el lenguaje y el protocolo, hasta la dignidad reverencial por el cargo que debe guardar quien cumple un servicio público. Los cargos de Presidente o Ministro no deben ser para pavonearse vanidosamente, pero no se es un genio tratando a todos de che pibe. Una persona, cuyo comentario central luego de entrevistarse con el Papa es que este se lava los calzoncillos, no es un mero chistoso y sus efectos van mucho más allá de una gracia.

Peor socialmente. La sociedad se nos fracturó. En cualquier momento va a aparecer un Trump criollo, con la idea de construir un muro al norte de Av. Italia. Y no sirve seguir con el verso de la herencia neoliberal: llevamos once años progres y la cosa sigue yendo para atrás.

Peor en productividad: nos levantamos un poco del piso cuando sopla viento fuerte de cola, pero en cuanto afloja un cacho, caemos como un piano.

Peor en el funcionamiento de nuestra democracia. Es obvio el desprestigio que tiene la política y todos sus actores a los ojos de la enorme mayoría de los orientales. Que sea un fenómeno compartido con otras sociedades es un consuelo muy tonto. Hay que preguntarse por qué. ¿Por qué la política rechaza? ¿Por qué está cada vez más aburrida, distante y mediocre? Las democracias modernas no lo son a secas: son democracias político-partidarias. No funcionan si sus partidos no funcionan y cuando esto ocurre lo primero que aparece son los atajos, no importa cuál sea su signo ideológico (pueden ir desde Iglesias en España, a Trump en los Estados Unidos). Después: “¡que se vayan TODOS!”

¿Es tan duro y tan difícil salir de esto?

Muy duro no creo que sea. Difícil sí.

Requiere, primero que nada, reconocer la realidad. Toda, sin ambages, ni cortapisas.

Segundo, parar con la búsqueda de culpables, externos e internos. Abrir las cabezas.

Los partidos y el gobierno tienen que reconocer, públicamente, que no están en condiciones de hacer esta revolución mental y personal. No lo están. Por tanto, deben comenzar a buscar las soluciones en y con la sociedad civil. Con reconocimiento de sus limitaciones. Con humildad.

Pero no alcanzará con eso. Porque tampoco es tan simple la cosa: los gobiernos no nacen por generación espontánea y no se pueblan de inútiles caídos de las nubes.

El cambio necesario implica necesariamente, una conversión de nosotros mismos. Ayudaría enormemente a ello el dar más espacio a la enseñanza no modelada y a las instituciones que, sin agendas políticas, ideológicas o de interés sectorial, están genuinamente preocupadas por el país y su gente, y ostentan credenciales, centenarias, de buena fe, dedicación y amor desinteresado. Esto implica, necesario es decirlo, parar con los resabios atávicos, que siguen viendo demonios antilaicos, cuando están viviendo en medio de otros demonios. Estos sí, reales.

Por último, si persistimos en la práctica de buscar comparaciones, no lo hagamos para el consuelo trucho de estar mejor, sino para la elemental prudencia de ver adónde vamos a ir a parar por el camino en que venimos.

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Ignacio De Posadas

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