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Ta’ bueno leer

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Nuestro Senado tanto parece creerlo que acaba de pegarle un cañonazo debajo de la línea de flotación a una de las manifestaciones más antiguas del derecho a la propiedad: aquel referido a las obras literarias, artísticas y científicas. Así nomás.

Nuestro Senado tanto parece creerlo que acaba de pegarle un cañonazo debajo de la línea de flotación a una de las manifestaciones más antiguas del derecho a la propiedad: aquel referido a las obras literarias, artísticas y científicas. Así nomás.

El razonamiento parece ser así: hay que proteger la posibilidad de aprender (lo llaman “derecho”, para mayor efecto). Toda ley debe basarse en la protección de un bien jurídico y sería éste. ¿Cuál es el obstáculo para el desarrollo de ese bien? Según razonaron los senadores, sería el costo de los libros. Conclusión: fotocopias pa’ todo el mundo. ¡Ya!

De más está decir que la decisión senatorial se basa, además, en creer que el tema es materia legislativa. Lo que debe implicar, no sólo que sea competencia de la ley, sino de que sin ella no habría solución. Con lo primero solo, no basta. Una ley es algo muy trascendente, debe respetarse hasta la veneración y no degradarse por un uso vulgar.

Analicemos todo esto objetivamente (como quien no tiene votos para ganar o perder).

Aprender, ¿es un derecho? Políticamente sería suicida decir que no. Ahora, jurídicamente la cosa no es tan exabrupta. Históricamente no figura entre los derechos fundamentales y, como tantos otros bienes que constituyen razonables expectativas, es difícil ubicar aquí la contrapartida necesaria de un deber. Se dirá que está en la Constitución y en las leyes de enseñanza obligatoria. Pues sí y no. El argumento nos está llevando, precisamente, a invalidar la iniciativa senatorial, del momento en que lo que las normas hasta ahora recogen no es un derecho cuya contrapartida está en un deber individual. El criterio está puesto en el Estado como representante de la sociedad. Es él quien debe ir al encuentro del “derecho” o aspiración por aprender. Otra cosa inventaron los senadores.

Si realmente tienen evidencia de que existe un impedimento generalizado para aprender ubicado en el costo de los libros, al punto de justificar una ley (la ley debe, por definición, ser general, no privada - privilegio), la solución jamás puede ser trasladarle el problema a otro sector de la sociedad.

Caridad con plata ajena: medida tan popu como antijurídica y perniciosa. No es la finalidad de una ley, ni el sentido de ser legislador, jugar a Robin Hood fuera del bosque.

Además de generales y objetivas, las Leyes tienen que ser coherentes (y los senadores también).

Se quiere penalizar o prohibir a Uber por prestar servicios más baratos, supuestamente por no pagar impuestos ni cargas sociales: exactamente lo que producirá el fotocopiado popu. Otro tanto se reclama contra las compras por internet: siguiendo el razonamiento del proyecto, deberíamos liberarlas por completo.

La incoherencia se demuestra muy fácilmente llevando los razonamientos a su extremo lógico: si el costo es un impedimento para el “derecho a aprender”, ¿por qué quedarnos sólo en el costo de los libros? Acabemos con la venta de útiles, ropa, lentes… Todo debe ser entregado gratis por comerciantes e industriales a los estudiantes; y hagamos otro tanto con las tarifas: ya hay precios especiales en ómnibus y espectáculos, votémoslo para todo: luz, agua, teléfono, combustibles, indumentaria, tarifa de estudiante para todo ¡YA!

Para legislar hay que usar algo más que la voluntad. Es cierto que buena parte del mundo contemporáneo fue perdiendo la concepción filosófica básica sobre el sentido de la ley como fruto de la razón que reconoce la realidad y no de la voluntad que pretende cambiarla, pero tengamos límites.

Para legislar, entre otras cosas, hay que pensar en las consecuencias: toda irrupción voluntarista en la realidad provoca impactos secundarios, generalmente negativos. En este caso quizás se vieron y descartaron los económicos inmediatos -generalmente impactos despreciados por el voluntarismo altruista (cuando lo sufren otros)-, pero hay efectos más profundos y duraderos que, clásicamente, no han sido percibidos. Digo clásicamente porque este fenómeno de irrealismo dogmático no es nuevo, sino que constituye una de las raíces de nuestro estancamiento cultural, que tan persistentemente brinda al resto del mundo al aporte de nuestros jóvenes más emprendedores.

Porque no se trata en este caso de que se fastidien los ricos que lucran con vender ideas. Sí, muchos se fastidiarán, pero el punto es que al reaccionar lógicamente a su fastidio, terminarán fregando a la sociedad en su conjunto, privándola de su esfuerzo.

Hay diferentes formas de medir a las sociedades exitosas. Una de ellas, muy usada y muy antigua, es la de medir la cantidad de marcas y patentes que registran por año. Es decir, el resultado de proteger y premiar la investigación y la creatividad. Nosotros hace rato que no figuramos en el tanteador. Me imagino que con este invento de las fotocopias nos vamos a lanzar al estrellato.

Está bueno leer. Algo de historia, por ejemplo. Seguro que los legisladores no precisan fotocopias gratis para ello.

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Ignacio De Posadas

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