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La Navidad

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JUAN MARTÍN POSADAS

La Navidad es una festividad que tiene un origen manifiestamente religioso. Sin embargo la mayoría de los uruguayos no tiene de ello ni la más pálida idea. No hago una valoración sino una constatación fácil de verificar.

Para la mayoría de los compatriotas la Navidad es un feriado que tiene un eje el 25 de diciembre pero abarca un período de varios días en el cual la gente se pone alternativamente eufórica y maleducada, tira cohetes, abarrota tiendas y supermercados, come y bebe en exceso alimentos y bebidas que no suele consumir el resto del año y toma contacto con una serie de personajes exóticos y animales raros como santa Klaus y los renos o el Papá Noel, siempre más gordo y empeñado en bajar por la chimenea cargado con un enorme bolso de regalos.

¿De qué manera podría el uruguayo medio relacionar lo que ve y vive esos días con aquello que, según opinión unánime, ha marcado la civilización y la cultura en la que nació a tal punto que se llama o define como civilización occidental y cristiana? Parece que no hubiera forma de ver una vinculación entre una cosa y la otra.

Pero no es solamente la distancia sideral que se ha interpuesto entre los usos y hábitos del uruguayo y el sentido de esa fecha lo que complica entender y entrar a la esencia de lo que constituye el mensaje cristiano. El cristianismo, la fe cristiana, desconcierta siempre, altera lo previsto, tiene un carácter singular.

Las religiones de Oriente, las indoamericanas, las religiones paganas y, en general, todas las expresiones del instinto religioso del ser humano tienden a colocar a la divinidad en un plano superior: el lugar donde se encuentran los dioses es en la altura, inaccesible, en todo caso un lugar distinto a aquel donde se encuentra el humano. Lo sagrado, en esas religiones, está separado de lo profano, es decir, separado de la vida ordinaria de los hombres, sus trabajos, sus logros, sus amores, sus problemas.

El cristianismo altera esa expectativa, la subvierte. Es un mensaje que nos informa que Dios se desplazó para acá, nació (justamente el 25 de diciembre) como un bebe después de pasar nueve meses en el útero de una muchacha María, hija de Don Joaquin y Doña Ana; su dirección postal no es el palacio sino el pesebre y terminó sus días ajusticiado (no imaginemos el crucifijo sino, por ejemplo, un ahorcado colgando del pescuezo). Confió la continuidad de su obra a doce hombres de pueblo (pescadores, empleados públicos); uno le falló.

El cristianismo proclama cosas que suenan mal para el instinto religioso natural del hombre y para el sentido común. Dice que el lugar del encuentro con Dios no es el templo sino el prójimo y que "si al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas que has ofendido a tu hermano, ve primero a reconciliarte con tu hermano y recién después lleva tu ofrenda" (Mt. V, 20-26) Es decir que lo más importante no tiene lugar en el templo sino afuera, en la relación con el prójimo. Y San Pablo le escribió a los Corintios: "Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría nosotros predicamos a un Cristo crucificado que es escándalo para los judíos y necedad para los gentiles pero fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, tanto judíos como griegos."

Entender un mensaje tan revolucionario no es tarea fácil. El bochinche de estos días no ayuda; la ignorancia tan extendida en nuestro país respecto al meollo del cristianismo, tampoco. Pero el mensaje es poderoso: a pesar de todo se sigue escuchando después de dos mil años.

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