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La libertad y la Ley

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IGNACIO DE POSADAS
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Clásicamente, la garantía de la libertad estaba en la ley. Así nos lo enseñaron: aquello de que es mejor estar gobernado por leyes que no por hombres. La veleidad, de que hablaba Artigas. Mientras que la ley daba certezas.

Para que se establezca lo que los anglosajones llaman Rule of Law, nuestro Estado de Derecho, tiene que haber certezas y eso -clásicamente- sólo la ley puede asegurarlo.

Pero, las cosas han cambiado. Mucho.

La concepción que hoy impera, tanto acerca de la libertad, como acerca de la ley, sería motivo de asombro (y de escándalo) para los juristas clásicos.

La libertad pasó, de ser aquella ausencia de constreñimientos externos, de que nos hablaba Locke, a la llamada “Libertad positiva”: la libertad “para”. Ser libre es poder desarrollarse, poder alcanzar lo que son -para mí- mis derechos.

Lo cual no deja de ser un argumento. Pero un argumento capcioso, ya que omite decir que para tener yo esa libertad, alguno deberá ver limitada la suya.

No menos trascendente ha sido la mutación en el concepto de la ley.

Para los jurisconsultos griegos y romanos y en los regímenes de common law hasta comienzos del siglo XX, la ley era un producto de la razón y no de la voluntad. De la razón aplicada a la realidad, inductivamente. Para descubrir en ella el orden natural de las cosas y a partir de ahí expresarlo en forma general y objetiva.

Todo esto cambió y como consecuencia de ello cambió también esa institución básica de la Democracia que todavía llamamos Parlamento. Aunque poco se parece a lo que así se denominó en sus albores.

El Parlamento que personificó el advenimiento de la Democracia moderna, a partir de la Glorious Revolution inglesa, era una entidad que no integraba el gobierno. Estaba en la vereda de enfrente, con los gobernados, precisamente para custodiar y defender sus derechos de los atropellos del gobierno. Su sentido no estaba en legislar -de hecho no lo hacía - sino en vigilar, controlar y proteger.

De ahí venimos a nuestros Poderes Legislativos: que forman parte del gobierno, que no están del lado de los gobernados y que creen (también la gente), que su función es hacer o modificar la realidad a golpe de leyes. (generalmente en beneficio de sectores o grupos).

La ley pasó a ser un producto de la voluntad y el poder legislativo a ser juzgado por su productividad voluntarista. Se lo mide por el número de leyes que aprueba.

En medio de este smorgasboard, la ley dejó de ser la garantía de la libertad para convertirse en una amenaza a ella.

Véanse, como ejemplo, la cantidad de normas que recortan la libertad de trabajo, el derecho a la intimidad, el ejercicio del derecho de propiedad, hasta inclusive a la protección jurisdiccional efectiva, cuando se dictan leyes para anular sentencias, (retroactivamente).

El empuje legiferante, no sólo por su vigor sino, además, por su persistencia, ha hecho que la ley pierda algunos de sus elementos esenciales: la certeza y la objetividad y su corolario, la igualdad ante la ley.

La certeza de la ley no se basa como creen algunos, en su expresión escrita y pública. Eso era antes, cuando el contenido era acorde al recto orden de las cosas. Hoy, que esté escrito no me asegura nada, porque al tren que vamos, mañana me lo vuelven a cambiar. Y si, encima, vemos lo mal que escriben las normas, la expresión escrita de una ley suele ser fuente de incertidumbre.

Una reflexión, que puede caer mal, pero que creo es válida por ser verdadera: el socialismo precisa la legiferación. Está en su ADN. En la parte rousseauniana de su ADN, más que en la Marxista.

Porque la utopía no es para cualquiera. Hay mucho lumpen, que no entiende y bastantes burgueses (hoy diríamos ”neoliberales”), que sólo entienden lo que les conviene. Sólo la izquierda (no toda, tampoco la pavada), comprende y, por tanto, sólo ella está capacitada (racional y también moralmente), para decir cómo deben ser las cosas: qué es, realmente, productivo, solidario, popular, progresista… (y, supongo, que también “transversal” y toda esa cantidad de adjetivos y adverbios que adornan el discurso progre).

Para concluir, la legiferación está ahogando la libertad.

La recurrencia de iniciativas ciudadanas, tanto buscando la protección de la Suprema Corte como, ya in extremis, queriendo modificar la Constitución, para protegerse de su Poder Legislativo, (¡increíble!), son pruebas palmarias de ello.

Bajo el imperio de mayorías fuertemente ideologizadas, cuyo ideal es igualar materialmente, la ley ha pasado de garantía a amenaza para la libertad.

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