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El Frente pierde, pero...

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Ignacio De Posadas
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Después de 93 años en el poder, el Partido Colorado perdió las elecciones de 1958. Pareció que era el fin de una era, que se venía algo radicalmente diferente.

A los ocho años volvía al gobierno y en él se mantuvo, sacando el interludio dictatorial, hasta 1989. Ahí volvió a perder, contra un Partido Nacional que venía con fuertes vientos de cambio bajo la batuta del Dr. Lacalle.

Cinco años después, el Partido Colorado se instalaba nuevamente en el gobierno del país.

Muy sintéticamente relatado, pero se trata de un fenómeno histórico relevante.

Entre 1971 y el 2010 —con el lapsus ya apuntado— se da otro fenómeno político históricamente relevante: el Frente Amplio no para de crecer desde su nacimiento y cumplirá, en el 2019, quince años ininterrumpidos de gobierno.

Dos hechos históricos significativos que, además, están vinculados entre sí: por lo menos desde el 2005 el crecimiento del Frente Amplio es espejo del decrecimiento del Partido Colorado.

Ahora bien, todo indica que aquél va camino a perder las próximas elecciones. Lo dicen las encuestas con férrea constancia pero, además, lo evidencia el propio partido y muchos de sus principales figuras, empezando por el presidente: cansancio, errores, divisiones, desgaste. Expresado deportivamente: están mirando el reloj. Por su parte, la estructura ha perdido músculo y mística. El propio Mujica, cada vez más incontinente verbalmente, ya lo anunció: "para mi perder las elecciones no es el fin del mundo… Voy a luchar… mucho más en la derrota. ¡Para ser oposición tenemos un oficio bárbaro!" (Búsqueda13/12/18).

Entonces, juntemos los dos hilos, el pasado y el presente. La pregunta que surge y debe plantearse es: ¿estamos al fin de una era o ante la repetición de la experiencia histórica?

En general, todos tendemos a analizar la realidad usando criterios políticos (quiénes son los candidatos, cuál es el discurso, qué movidas hacen…) y económicos (si hay crisis pierde el oficialismo, si no la hay…). Pero esos factores episódicos, aunque no indiferentes, no alcanzan para explicar las constantes históricas mencionadas. La explicación está en otro lado, en la cultura. Aquel conjunto de ideas, valores, recuerdos, mitos, temores, etc., compartidos por toda o parte de la sociedad. Por lo general, las sociedades tienen más de una cultura, pero cuando eso ocurre, hay siempre una subcultura dominante o al menos mayoritaria.

A la vez, todos los mix culturales son diferentes, entre otras cosas singularmente por el peso relativo que en cada uno tienen el pasado y el futuro. Notorio es que la cultura dominante en nuestro país tiene una fortísima inclinación al pasado (el único país en el mundo que festeja la nostalgia).

Durante décadas, esa cultura tuvo su expresión en el relato batllista, hasta que la izquierda aprovechó la caída del muro de Berlín para mutar (de Marx a Rousseau, de Rodney Arismendi a Benedetti y Zitarrosa), con tanta habilidad y fortuna que terminó captando la cultura y el relato batllista. Pero añadiéndole dos ingredientes nuevos (y gravitantes): 1) Lo que en el relato batllista era un pasado glorioso que se había perdido por circunstancias ajenas, en el relato frentista se trata de algo que nos fue robado pero que, además, no lo podemos recuperar porque nos lo impiden otros (neoliberales y sus parientes) y, 2) la igualdad verdadera no es más aquella clásica, de oportunidades, que luego, gracias a la escuela pública y al esfuerzo personal, desemboca en el progreso por el éxito. Ahora la igualdad posta es material, ¡ya! Algo que me es debido y que el Estado tiene que asegurarme a mí, quitándoselo a quienes tienen más que yo.

Somos una sociedad muy conservadora, aferrada a una cultura que se resiste a cambiar. Eso condiciona fuertemente a la política.

Reflexionemos sobre lo que está ocurriendo, por un lado, tenemos una realidad con ingredientes muy malos (violencia, delincuencia, desempleo, pérdida de valores, crisis educativa…), que requieren de medidas muy duras. Podremos discrepar sobre la conveniencia de tal o cual, pero nadie puede soñar con que el encare no será difícil y duro.

Al mismo tiempo, el discurso político hace lo posible por no decir eso. El ejemplo más emblemático está en el ajuste fiscal, que ningún candidato se anima a mencionar (sabiendo que no habrá tu tía).

Paradoja: con un discurso realista, arriesgás que no te vote nadie. Por otro lado, si no decís nada, tendrás mayores chances de ganar, pero sin un mandato claro para gobernar.

Arriesgando que a la siguiente vuelvan.

Como en el pasado.

Esto debe ser fuente de preocupación: para los políticos responsables, que quieran cumplir con su vocación. Pero también para nosotros los votantes: si te colocás en "mentime que me gusta", después no salgas a culpar a los políticos.

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