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El Estado y la Democracia

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IGNACIO DE POSADAS
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Los tiempos que corren (y que nos corren), tienen algunas características distintivas. Quizás, si las tomamos aisladamente, ninguna nos parezca muy novedosa, pero el conjunto sí lo es.

Empecemos por el fenómeno del desplazamiento de actividades desde países del primer mundo hacia otros, básicamente asiáticos, con las secuelas de empobrecimiento y hasta vaciamiento territorial en los primeros y crecimiento económico en grandes sectores de las poblaciones en los países receptores. La tan mentada globalización., que tanto calienta a Trump.

Eso ha agudizado estridentemente un clamor, principalmente en Occidente, que ya se había iniciado con las crisis financieras, contra lo que se percibe como un enorme agrandamiento de la brecha económica y social.

Aunque no vinculado causalmente a los anteriores factores, es propio de nuestros tiempos -nuevamente, más en Occidente- el aumento del gasto estatal hasta niveles difíciles de sostener (ciertamente, difíciles de ser aceptados por las sociedades), con su corolario de altísimos volúmenes de deuda. Muchas sociedades simplemente han optado por hipotecar el futuro económico de sus generaciones jóvenes. Digresión: a los jubilados les llevó un tiempo darse cuenta que los estaban currando con la inflación. ¿Llegará el momento en que los jóvenes se desayunen de que les están gastando hoy su plata? ¿Que cuando un ministro de economía dice que está feliz porque su país puede colocar toda la deuda que quiera, lo que está diciendo es que le va a pasar bruta cuenta a sus hijos y nietos?

En paralelo, por una serie de factores, que no hay espacio para describir adecuadamente, las democracias, que deben lidiar con los problemas del mundo moderno, se han ido complejizando, asumiendo más y más responsabilidades, con la consecuencia de alejarse con igual progresión de la atención y la apreciación de los gobernados. Cada vez hay más incomprensión e insatisfacción con la Democracia. Los afectos se redirigen hacia otros “valores”: el populismo, el nacionalismo, el fundamentalismo.

Siempre es más claro saber contra qué estamos que a favor de qué. No hay necesidad (ni lugar) de matices en la aversión o el odio.

Desde hace ya muchas décadas, en la mayoría de las democracias del mundo (y la totalidad de los países que salieron del socialismo real), el Estado ha dejado de ser la herramienta de la Democracia para ir al encuentro de los reclamos de la gente.

Hay un proceso de rendimientos decrecientes de las maquinarias estatales que los cambios políticos no consiguen revertir. Los estados cada vez solucionan menos los problemas de la gente, a la vez de sumarle nuevos problemas.

Como resultante de todo lo anterior, las clases medias se sienten crecientemente desafectas con la Democracia. Es muy revelador que las erupciones sociales violentas de los últimos tiempos (indignados, chalecos amarillos, Chile, Ecuador, etc.) no son protagonizadas por las clases populares, sino por las capas intermedias. Y desde Aristóteles, se sabe que la clase media es el fundamento básico de la Democracia.

Desde la izquierda se apunta a la globalización como la causa de estos males. Globalización que, además, es vista como hija del neoliberalismo, entre cuyas metas siniestras estaría la eliminación de la clase media. Sin embargo, no es absurdo pensar que la globalización, si bien precisa de la libertad, es en realidad una reacción frente a los efectos del llamado Estado de Bienestar. El empresario de Detroit no se toma todo el trabajo implícito en derivar parte de su producción a China por pruritos liberales. Lo hace por una elemental cuestión de costos.

No olvidar, por otra parte, que el liberalismo (por lo menos el clásico) fue siempre la filosofía de la clase media. Adam Smith no fue el defensor de los ricos sino de los consumidores.

Pero, volviendo al tema, las preguntas que se están planteando son muy básicas (y bastante aterradoras): ¿estamos ante el fin del Estado de Bienestar? ¿Y el fin de la Democracia?

Esperemos que no. Probablemente no. Pero solo si se consigue adaptar ambos a los tiempos. No someterlos, como quieren los líderes populistas y fundamentalistas. Pero sí hay que reconocer que no basta con un cambio de aceite.

Por último, el grueso de la gente no distingue al Estado de la Democracia. Los ve como una sola entidad y por eso se calienta con la Democracia por los desastres del Estado. No son lo mismo y cuanto antes caigamos en la cuenta de ello, mejor. La cosa ha llegado a un punto en que, para salvar a la Democracia hay que operar al Estado.

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