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Zona roja

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hugo burel
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Los que tenemos cierta edad hemos crecido junto con la televisión nacional. 

Yo tenía seis años cuando Canal 10 empezó sus transmisiones. Después vi nacer a Canal 4, luego a Canal 12 y por supuesto el canal oficial, que tantas veces cambió de nombre y que para mí es simplemente “el 5”, como se le conoció desde su origen.

En más de seis décadas de televisión abierta no ha habido muchos episodios como el que registraron las cámaras -en vivo y en directo- durante la marcha del Día Internacional de la Mujer, el promocionado y esperado 8M. Esa tardecita, los equipos periodísticos de tres canales privados fueron amenazados, agredidos o rechazados con violencia por un grupo reducido de manifestantes. Una actitud totalitaria y fascista por donde se la mire y un gesto de barbarie que contamina la intención reivindicativa de la marcha. Los periodistas estaban allí para difundir esa movilización y su mensaje, sin embargo fueron patoteados por mujeres que se oponen a la violencia de género y al maltrato machista. Desolador y preocupante.

Se puede decir mucho sobre la influencia de la televisión como medio masivo, en el mundo y en el Uruguay. Desde elogios a críticas que involucran la cultura, las posturas políticas o los criterios de programación. Personalmente estoy convencido que el medio ha tenido una enorme incidencia en nuestra sociedad, al punto de haber contribuido a moldear su idiosincrasia desde su ingreso en los hogares a partir de la segunda mitad de la década del 50 del siglo pasado. Esto sería tema de análisis en otro espacio, porque hay mucho para decir, en especial en lo vinculado al rol informativo -y formativo- de la televisión. Este último aspecto es el que resulta paradojal en relación al episodio del 8 de marzo.

Nadie es ajeno a la difusión que le dan los canales a la prédica y reivindicaciones de varios colectivos sociales, en especial el que realizan las organizaciones feministas, muchas de las cuales están integradas y apoyadas por figuras de esos mismos canales. En lo referente a la última marcha, hubo una cobertura previa que se encargó de difundir las condiciones y la consigna con la que iba a conmemorarse el 8M en este año tan especial.

Obviamente, al trascender que pese a las recomendaciones de no movilizarse de manera multitudinaria miles de manifestantes estaban ocupando 18 de Julio, los medios televisivos enviaron sus equipos a trasmitir en vivo lo que allí sucedía. De la misma forma lo habían hecho en años anteriores, cuando marchar codo a codo por la avenida no era peligroso para la salud.

Es mucho lo que se puede decir sobre lo sucedido con los equipos televisivos expulsados e impedidos de ejercer su trabajo. Esa misma televisión que cada vez más lo muestra todo a veces sin explicar ni contextualizar lo que vemos, ha facilitado el espacio que el lunes pasado no fue agradecido sino despreciado. Como suele suceder en estas movilizaciones reivindicativas, la actitud del periodismo movilero es de apoyo y sin ocultar simpatías por lo que difunde.

Pero esta vez un grupo de feministas rompió el pacto tácito y agredió e impidió trabajar a quienes estaban difundiendo su causa. Siguiendo el símil de que si tocan a una tocan a todas -como dice el colectivo feminista- un solo periodista impedido de ejercer su tarea y violentado por estar difundiendo lo que sucede, equivale a todo el periodismo del medio que sea. Nos han tocado a todos y de mala manera.

Puede argumentarse -y de hecho ese periodismo agredido y silenciado lo ha hecho- que el insuceso involucró solo a una parte mínima de los que participaron en la marcha. Eso es verdad pero no es suficiente para atenuar el bochorno. Por otra parte, el resto que no agredió a nadie tampoco sale indemne del asunto: su agresión se realizó a partir de no respetar distancias ni usar el tapaboca, desafiando las disposiciones sanitarias y contribuyendo a desestabilizar el combate a la pandemia en un momento en que los casos se han disparado y hemos accedido como país a la zona roja de la medición de Oxford.

En lo personal y como integrante del Centro Pen Uruguay, abogo por un periodismo libre, profesional, informado y por supuesto independiente. Un periodismo consciente de sus obligaciones pero también de sus derechos, capaz de encarar su tarea con el respaldo del medio para el cual trabaja. El comentario de la conductora del informativo Subrayado reconociendo el derecho de los manifestantes a echar de la escena a su equipo de cobertura provocó reacciones de periodistas y la habitual ciénaga de bajezas en las redes. Una profesional de su trayectoria no debió caer en ese lapsus. Quizá en ese momento la situación la desbordó y no pensó en lo que decía, o quiso proteger al equipo notero indicándole que se retirara. Pero no debió decir que a los agresores les asistía un derecho.

El derecho a no estar es inaplicable al periodismo. Su espacio vacío no puede ser ocupado por nadie. Estar en su puesto le ha costado a la profesión decenas de miles de bajas en guerras o por acciones terroristas, venganzas, amedrentamiento o castigo por informar. El periodista ocupa la primera línea en la lucha por la verdad. No puede admitir que lo marginen de lo que está sucediendo. Y nadie tiene derecho a evitar o impedir su tarea. No es posible aceptar no estar en donde no se quiere que el periodismo esté. Esa aceptación es la peor de las renuncias que un periodista puede asumir. Pero si esa renuncia es avalada por el medio para el cual trabaja, queda más indefenso y desamparado.

De todo esto queda un sabor amargo y la sensación de que ciertos sectores de la sociedad que se movilizan por el tema que sea, han perdido toda referencia y actúan impulsados por una ceguera tribal y salvaje. Pero también es verdad que muchos periodistas no miden su empatía previa con los que pueden actuar a renglón seguido como sus enemigos.

Es hora de ir a una tanda y reflexionar hasta dónde hemos llegado cuando la horda sustituye al consenso civilizado y el periodista se convierte en víctima de la violencia. Estamos en Zona Roja en más de un sentido.

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